Zona de conflicto

Venezuela, sociedad mediática y comunidad política. Antagonismos y atolladeros. Ciudad y utopía. Un espacio para cruzarse con los unos y con los otros...

5/20/2005


EL MUNDO EN UN GRAFFITTI/PARTE II

Nuevos elementos visuales para comprender los límites de la zona de conflicto global, los adversarios y aliados que tenemos, así como las maneras de enfocar una política que busque modificar las coordenadas de nuestros más terribles antagonismos. Son elucubraciones sobre la naturaleza de nuestras sujeciones y sobre los mecanismos estructurales de dominación del presente. La serie acabará, en esta primera tanda, la semana que viene, cuando tengamos 12 postales. Justo el número que concibió Terry Guilliam en su película Twelve monkeys, como parte de una presunta conspiración planetaria


GRAFFITTI-BCN/VII

La fantasía más consistente que ha tenido nuestra modernidad ha sido el diseño de un mundo armónico y sin contradicciones. Como los resultados han sido diametralmente contrarios a la prédica pacifista (desde Auschwitz hasta la invasión de Irak), y una dosis monumental de humanidad ha quedado radicalmente excluida del progreso, hemos decidido que en las religiones orientales puede conseguirse la dosis de sosiego que le faltaba a este miserable planeta. Terapias contra el karma de la violencia han proliferado bajo todas las formas posibles. Uno podría aventurarse a decir que mientras más violencia se vive en nuestras ciudades (racismo y xenofobias múltiples, clasismo, sexismo, fundamentalismos religiosos) más resucitan las posibilidades de la fe. La última fantasía dominante es la de concebir una sociedad sin el Otro peligroso, por eso tantos parques temáticos, alcabalas y guetos urbanísticos vigilados hasta la saciedad. ¿No es hora de reconsiderar la máxima del psicoanálisis que concibe al hombre como producto de un acto de violencia primordial? ¿Qué tal si asumimos que toda búsqueda de paz debe partir de la idea de que la violencia no desaparece nunca, sino que cambia de lugar? ¿Y si asumimos que el conflicto es la condición primaria de la vida, y el motor de los cambios y los procesos dialécticos? En este caso, la violencia (o el trauma) ya no sería entonces una anomalía social, ni un virus temporal, sino la condición estructural de la sociedad, a la que no debemos desatender jamás, pero de la que tampoco podemos liberarnos nunca.

GRAFFITTI-BCN/VIII
Ellos suben a un lugar que aún desconocemos. Son pocos, pero aún así se mantienen obsesivamente en la ruta. Buscan alcanzar la cima de algo (quizá un premio corporativo, la presidencia ejecutiva de una multinacional, el negocio global, el ingreso a algún club de galácticos, quién sabe). A pesar del paisaje que les rodea, ellos no abandonan lo que hacen. Han sido criados y formados por la excelencia, así que sólo responden a sus exigencias. No tienen tiempo ni ganas de mirar a su alrededor, donde lo que consiguen es basura, desechos tóxicos y seres perdidos en su propia mediocridad. Ellos ascienden montados sobre la fe de que sólo hay una salvación posible, y que depende exclusivamente de cada uno de ellos llegar a lo más alto. Esas minúsculas élites que ascienden (no sabemos a dónde) son las encargadas de nombrar y administrar el mundo en que vivimos, y lo hacen desde esta solitaria escalera mecánica. Quizá lo único que les quede a estas élites es precisamente el aparato, el mecanismo, la máquina que ciegamente sigue su ascenso. El problema esencial aquí es que mientras más se asciende, más aumenta la desconexión con el mundo circundante. A ellos les pasa lo mismo que a los astronautas de Bradbury cuando no pueden regresar a tierra: ven el mundo lejos y uniforme, como una masa compacta e inamovible, como una densa mancha, peligrosa e irreconocible.
GRAFFITI-BCN/IX

Nietzsche decía que hay una diferencia gigantesca entre la gente que no “quiere nada” y la gente que “quiere la nada”. La anorexia y la bulimia, que tanto prosperan en la sociedad hedonista de hoy, están asociadas más bien a la segunda categoría: los anoréxicos y bulímicos en realidad quieren la nada, son formas radicales de rechazar cualquier vínculo con el Otro (comida, afecto, autoridad, etc). El acto de expulsar todo lo que consumes, de rechazar radicalmente lo que tienes adentro es quizá una de las expresiones más consistentes de la dura situación del hombre del siglo XXI. En una sociedad donde está prohibida cualquier forma de degradación emocional (qué viva el placer, el ascenso y la felicidad sin condiciones), aparecen en cantidades nada despreciables criaturas que se indigestan de tanto hedonismo publicitario. Quizá es hora de ver con otros ojos la lección política que se encuentra en la película de David Fincher, El club de la pelea: la única violencia posible, la que puede movilizar y producir un acto concreto que modifique las circunstancias del presente, no es aquella que se inflinge contra el Otro, sino la que se ejerce decisivamente sobre uno mismo. Eso es precisamente lo que un hedonista no se permitiría pensar jamás. La lección política sería la siguiente: si tienes poco que perder, todo en la vida será ganancia. En cambio si tienes mucho que perder, todo en la vida será riesgo. ¿Esa no es la manera como se manifiesta hoy la polarización política de la globalización, entre los fanáticos locales (los hombres que han aprendido de la dura tarea de rechazar) y los tolerantes cosmopolitas (los que no están dispuestos a dejar nada de ellos en la batalla, y perciben por todos lados riesgos contra su manera de vivir?

5/12/2005

EL MUNDO EN UN GRAFFITI

Como decía Walter Benjamín: no hay nada que buscar detrás de los objetos, ni debajo de las piedras. Ideologías, mecanismos de poder, paisajes de dominación, texturas culturales se encuentran en la propia superficie de las cosas, en las señales y signos que se atraviesan ante nuestros ojos. Este es un proyecto que busca representar (cada viernes) la zona de nuestro conflicto global, a través de los graffittis que proliferan en las calles de Barcelona. ¿Nadie quiere hacer lo mismo con los graffittis caraqueños? Aquí podríamos ensayar un ejercicio a cuatro manos


GRAFFITI-BCN/I

Son tiempos decididamente post-edípicos. La figura del padre único ha sido relativizada por la dinámica del neoindividualismo y han proliferado los padres, efímeros y espectaculares. En vez de la Voz del Padre en mayúsculas (el Estado, el Caudillo, el Ideólogo, el Psicoanalista), tenemos más bien marcas contingentes, significantes-amo que funcionan como una estrella de rock: cohesionan, agrupan momentáneamente, pero nunca llegan a consolidar un proyecto alternativo de comunidad. El Mesías siente que éste no es su tiempo, y que cada quien reacciona ante su palabra con una rotunda negación. Todo hombre del siglo XXI trabaja en secreto para aniquilar al Padre. Por eso tantos conflictos, tantas pluralidades, tantos tumultos. No en vano, algunos han rescatado la idea de que el único padre posible en el mundo global es el que encarna la fuerza del Mal (producir miedo, aterrorizar). La pregunta clave es la siguiente: a pesar de que nos hemos liberado de la figura paterna que nos guía, que nos forma y que nos conduce ciegamente, ¿significa entonces que nos hemos liberado de la fe? Toda sujeción padre-hijo está construida alrededor de una fe inconmovible. Si no hay padre, a dónde va a parar toda esa fuerza ciega, supersticiosa y creyente por naturaleza que hace del hombre un ser social, algo distinto al animal. Dependemos más que nunca del Otro (de su saber, de sus creencias, de sus visiones) pero no estamos dispuestos a aceptar su autoridad. A pesar de ser el último padre de la era moderna que encarnaba al Mal, Darth Vader está en problemas. Ya su fuerza oscura no nos intimida.
GRAFFITTI-BCN/II

A los que gustan detectar anomalías en el sistema, ubicar virus contaminantes y atascos entrópicos hay que decirles que ya su tiempo pasó. Que el sistema mismo es una gran anomalía y que las últimas referencias que quedaban en pie (la lucha por los derechos humanos, por ejemplo) han sido vilmente maltratadas, vilmente manipuladas. El Estado global es un cráter con muchos huecos, con muchos espacios, con zonas olvidadas y despreciadas. Sin embargo, la última de las trampas del sistema global no radica en vender sus bondades concretas y contables, sino en sostener la fantasía colectiva: a esos muertos, a esos ejecutados en medio del conflicto, del odio y del desorden, le llamamos víctimas. La idea de la víctima es el último recurso para que esos olvidados, esos humillados no hablen nunca, y sigamos hablando por ellos a través de organizaciones humanitarias y expertos mediáticos. Hay que ser contundentes en este aspecto: en el mundo cochino y duro en el que vivimos, no hay verdaderas víctimas, lo que hay es gente peleando por sus espacios, por sus razones y por sus convicciones. Quizá ya no sean tiempos de paz, como nos vendieron en los felices años 90, sino tiempos de guerra, de resistencia y de reacción. Después del 11 de septiembre la utopía única ha terminado, y empiezan a aparecer otros muros que habrá que derribar (el de Israel con Palestina, el de España con Marrurecos, el de Estados Unidos con México). Bienvenidos al crudo mundo real.

GRAFFITTI-BCN/III
La cámara es la nueva arma planetaria. Como todos los instrumentos de comunicación, está atravesada por una radical ambigüedad. Las cámaras “domésticas” ruedan por las calles y registran realidades múltiples. Democratizan los relatos de los grandes actores mediáticos y han creado otra manera de mirar y de construir la realidad. Ahora hay un sin fin de movimientos y plataformas documentalistas, el periodismo se masifica y cada quien busca registrar lo que quiere. A esa red rizomática —lo más vital que está pasando en la sociedad civil del siglo XXI— se contrapone otra corriente, la que se apoya en las instituciones de seguridad para controlar la calle y la conducta ciudadana. Si se mira bien, el mundo sigue polarizado esencialmente en dos conductas (en dos clases, dirían los marxistas): los que no aceptan las reglas preestablecidas y actúan para construir una red alterna de interlocutores (los movimientos mediáticos alternativos), o los que delegan en poderes omniscientes el orden y las actuaciones dentro de la ciudad. Quizá por eso el mundo está hoy radicalmente dividido entre los que no imaginan siquiera la red de relaciones y de intereses que hay alrededor de un medio de comunicación, y los que han decidido romper la mediocracia y construir otra realidad. En resumen: o utilizamos las cámaras como grandes aparatos de control (el sueño orwelliano alimentado por los miedos sociales) o las usamos para romper la matriz y cortar algunas fantasías reinantes (la anarquía mediática). Más que nunca tú decides hacia dónde debe enfocar esta cámara.

GRAFFITI-BCN/IV

Orwell imaginó un mundo controlado por un cíclope. Por un animal omnisciente. La fantasía totalitaria del siglo XX se construyó alrededor de ese cíclope que todo lo ve, que todo lo juzga, que todo lo sabe. 1984 fue el año que imaginó Orwell para que el mundo se convirtiera en una continua imagen de control. A 21 años de esta fecha límite, la pesadilla continúa, pero ha ocurrido una extraña mutación. Ahora el cíclope respira en cada uno de nosotros (probablemente se ha metido en nuestros huesos) y nos instiga a mostrar ante las cámaras lo más bajo, lo más oscuro de nuestras pasiones. No tenemos nada que temer ante las cámaras espectaculares. En esta mutación, ya nadie nos persigue ni nos vigila desde afuera. Nosotros mismos hacemos el trabajo pesado, y expulsamos sin pruritos lo que respira debajo de nosotros. Bienvenidos a la telebasura, donde lo privado se globaliza y el espectáculo se construye con el aporte de cada uno de nosotros, miembros todos de esta gran familia planetaria. Feliz 1984, hermano.

(Este graffitti le dio en la madre a mi pana Alexis, que se animó a escribir sobre un tiempo y un lugar de Caracas que ha quedado enterrado por los hechos)
Alexis dice: "FELIZ 1983. El lugar: un callejón que luego perdió para siempre su identidad tras la construcción de un nuevo anexo del Colegio de Medicina, en San José, Caracas. El momento: probablemente finales de 1982. Estudiaba en el colegio de primaria La Trinidad. El graffiti cataleco que coloca Héctor Bujanda toca el resorte de uno de esos instantes de felicidad perfecta que se congelan en la memoria: mi madre me llevaba de la mano al colegio, San José era una zona en la que no había tantos malandros, dos mecánicos reparaban un vehículo con total felicidad en sus rostros, me sonreían al yo pasar. Al fondo de ellos, sobre una pared blanca: "Feliz 1983". ¿Quién sería hoy capaz de escribir en una pared Feliz 2006, o Feliz 2007? De esa misma época herreriana, más o menos, también me recuerdo en una noche decembrina pegado al vidrio trasero del Nova azul celeste familiar, en Chacao: leo perfectamente las letras de la tienda IMGEVE en voz alta. Una pareja que pasa, con aspecto de integrantes del grupo Abba (recuerdo perfectamente la chaqueta de cuello peludo, el cabello largo, lacio y rubio y los anteojos del individuo varón) me hacen un gesto de aprobación tras mi correcta lectura de la palabra IMGEVE. Me pregunto si durante el gobierno de Luis Herrera fuimos felices y nunca nos dimos cuenta".

GRAFFITI-BCN/V

Consumir, masticar, tragar, digerir, devorar... En este mundo todo lo que entra sale, todo lo que es deseable también es detestable, todo lo que se digiere se expulsa (tal como le ocurre al amigo acá). El psicoanálisis habla de una naturaleza humana sublime, de que todo lo que se percibe como un manjar puede terminar convirtiéndose en puro excremento, todo lo que parece bello puede transformarse en un balde de basura. Todo deseo de un objeto, toda fantasía alrededor de él, puede, por un sólo y simple cambio de perspectiva, transformarse en algo ominoso. Ahora que cada uno de nosotros muestra ante las cámaras y en los sitios de Internet sus pasiones, sus fantasías y odios, también se debe estar dispuesto a recibir lo que expulsan los demás. Dando y recibiendo. Soltando y recogiendo. Así se construye el mundo excremental de hoy, en el que lo único que ya no podemos controlar es el exceso. Por más reciclaje y ecologismo, por más cotorra sobre la sostenibilidad y el bla, bla, bla, lo que resulta imposible administrar hoy es la porción de tantos residuos tóxicos, el más peligroso de ellos el ser humano, por supuesto. No es hora de retener nada, mueve tus tripas.

GRAFFITI-BCN/VI

No son tiempos para nuevos marcianos, ni para una guerra de los mundos planetarios, como imaginaba Wells. Son tiempos realistas y espectaculares, en los que se multiplican las desobediencias y los conflictos. Estamos más solos que nunca en este único y palpitante mundo. Los marcianos, esos seres extraños y peligrosos, hace rato que se instalaron en nuestras vidas. Están regados por las calles, pasan inadvertidos entre nosotros. Ni siquiera tienen el dedo meñique más rígido como para poderlos identificar. Los marcianos no eran tan poderosos como se creía. Son más bien seres vulnerables que se han entrenado en el largo ejercicio de la humillación. No se crea que nada es gratuito en esta vida, y que el humillado siempre seguirá en su misma posición. Los marcianos han aprendido del polvo, del hambre y del odio. Ahora son muchos, están regados por todas partes y están dispuestos a hablar su lengua, a decir lo que piensan y a cambiar las reglas. En el siglo XXI una nave recorre el mundo y viaja cargada de miles de millones de seres buscando sitio y espacio. Es la nave de los excluidos, que ahora quieren aterrizar (digo, participar) en la feria global.

5/01/2005

La fricción nuestra de cada día




La edición aniversaria del semanario En Caracas, que circula desde el viernes pasado, se dedicó a mirar, cronicar y analizar lo que ocurre en la avenida Baralt, uno de esos sitios caraqueños marcados por el caos, la indolencia, el conflicto y la multitud. Si ustedes intentan buscar en Internet fotos que describan la cotidianidad de la Baralt, se encontrarán con la dificultad de que nadie pasa por ella para verla tal cual es. Las terribles paradojas de la vida han hecho que la Baralt sea recordada por la cita sangrienta del 11-A. Aún así, pensar la democracia y la convivencia venezolana, pasa por asumir las turbulencias y los conflictos que se viven allí.
FOTO ANDREINA MUJICA

Existe una leyenda urbana muy extendida desde nuestros luminosos años petroleros que habla de la permanente provisionalidad que nos asedia, del carácter atávico que nos obliga a demoler lo ya construido y de construir sobre lo ya demolido, de nuestra capacidad para mutar edificaciones y creencias, tan rápido como suba o baje un barril de petróleo en el mercado internacional. Somos, según esta leyenda, una Caracas del “mientras tanto” y del “por si acaso”, condenados los que vivimos en ella a ver cómo nuestros recuerdos desaparecen en una postal de cráteres, cabillas, paneles de vidrio y concreto armado.

Esta visión cabrujiana, que ha pretendido totalizar ese fenómeno complejísimo llamado Caracas, no suele detenerse en algunos lugares masificados que asombran, más bien, por su indoblegable capacidad para permanecer, para insistir en sus formas (por más oscuras que nos parezcan). Son lugares que sirven sólo para ser atravesados, para ser olvidados una vez que desaparecen de nuestro espejo retrovisor. Son espacios con función de camionetica: se sube y se baja de ellos una vez que se ha llegado al lugar. Pero nunca son ellos propiamente el lugar. Representan una vasta zona de “muertos vivos” en medio de la ciudad.

La excepción como regla
Quizá en estos espacios se consigan —como en el cuarto polvoriento de Melquíades en Macondo— las claves que nos permitan descifrar la dimensión reprimida de la ciudad, más allá de nuestra irrefrenable pulsión de progreso, de ostentación y superposición tectónica de proyectos y fiebres gerenciales.

¿Cuál es esta dimensión? La que se encuentra presente en cada centímetro de superficie de la avenida Baralt: la fricción. En ese tumulto inmemorial, en ese ir y venir de tantos cuerpos que suben y bajan de carritos y autobuses, de figuras y sombras que salen de cualquier puerta de edificio o de cualquier esquina, se encuentran las claves de una zona poco estudiada de nuestra contemporaneidad: la del estado de excepción como regla, es decir, el espacio donde la Ley se confunde con la vida, el hecho con el Derecho, y se subvierte cualquier posibilidad de distinción entre la Autoridad y el soberano, entre el Orden y la anomia. ¿En nombre de esta rotunda excepción sin fecha de nacimiento, no se fraguó la matanza salvaje de francotiradores y tombos de la PM el 11 de abril de 2002?

Entre el tumulto y las confusiones de la Baralt lo que prospera son los gestores, verdaderos supervivientes del régimen de excepción. No es un azar que sobre la avenida se encuentren edificios fundamentales del poder público (el Tribunal Supremo de Justicia, la sede administrativa de la Alcaldía Libertador, los varios ministerios que hay en las torres de El Silencio) presos en su largo otoño de democracia. También se encuentra el edificio más kafkiano de nuestra institucionalidad: la oficina principal de la Diex, un oscuro y espectral monumento, en el que el enigma y el laberinto dejan de ser metáforas culturales, y se vuelven experiencias concretísimas de identidad.

De la guachafita a la agonía
A parte de los edificios inerciales de nuestras instituciones públicas y del poder omnímodo de los gestores, en la Baralt se aglutina desde hace mucho eso que Vargas Llosa apreciaba tanto de las ciudades de Iraq después de la sangrienta invasión gringa: un capitalismo salvaje, una proliferación rizomática de actividades comerciales y comunicacionales, ideales según él para ver crecer las promisorias instituciones de la sociedad libre y liberal del siglo XXI.

Más allá de estos optimistas furibundos, habría que empezar por preguntarse cosas básicas que atañen a la convivencia: ¿quiénes llegaron primero a las calles del centro: los buhoneros o la policía?, ¿la alcaldía o la supervivencia?, ¿el Estado o los gestores del poder ministerial?, ¿la democracia o los predicadores mesiánicos de la Plaza Miranda? En los años más duros de nuestras megalópolis latinoamericanas —a mitad de los 90— Carlos Monsiváis percibía que sólo el ánimo de superación de nuestras élites, la idea de que “vamos mal, pero esta vaina algún día será mejor”, era lo único que permitía sortear estas fricciones cotidianas.

Pero ésa es precisamente la gasolina que se agotó en un sector de la población de Caracas, de allí que a veces se sienta que la ciudad se ha vuelto más apocalíptica, más Mad Max que nunca. Fenómenos como los que ocurren en la avenida Baralt dejaron de ser hace mucho el síntoma de una ciudad de mutantes, mendigos y rebuscadores en expansión, para convertirse en el laboratorio de inéditas conjunciones entre la política y la anomia (que nacen de la elemental lucha por el derecho de vivir). Lo verdaderamente nuevo, en realidad, es que nuestras élites unplugged perciban como una señal indeleble de agonía, lo que antes les sonaba a puro relajo, a pura guachafita criolla.

Liberarse de las señales de la bestia
A pesar de que la paranoia ha sepultado nuestra capacidad para la parodia, al punto de que los pensamientos del vecino han terminado por arrinconarnos hasta el pánico en nuestras viviendas atrincheradas, aún hay la posibilidad de recuperar lo que, como generación, nos ha marcado: la experiencia formativa de andarnos por los territorios sin límite de la excepción, descubriendo en su caos sempiterno y cíclico, en su ir y venir del norte al sur de la Baralt, los vislumbres de una experiencia política (en cuanto a identificación con los otros) que no encontraremos tan fácilmente en los manuales de urbanidad.

Andándonos dentro de esa multitud siempre en conflicto, en esa multitud siempre en fricción, quizá lleguemos a comprender cómo una capital como Caracas puede liberarse de las marcas de la bestia apocalíptica. Como solía decir Wittgenstein: siempre existe la fantasía de que las convicciones necesitan del hielo para deslizarse; pero justamente es esa cualidad resbaladiza del hielo la que nos impide caminar. Necesitamos la resistencia, el choque y el contacto para avanzar.

La mejor garantía de que en este proceso de “baraltización” de la ciudad no está en juego la democracia como forma de pluralidad, es que tenemos una portentosa vocación para la fricción, para el apretujamiento de los cuerpos, para la resistencia y el desajuste en el tumulto. En esto también se había anticipado Monsiváis: “Somos tantos que ya ninguna creencia, ni la más oscura y extraviada, podrá estar sola un minuto siquiera”. La mejor lección que nos puede dar la avenida Baralt por estos días es que las ideas y los proyectos de convivencia deben aprender a circular en medio de la fricción, aprender a sobrevivir en medio de la vorágine y los conflictos cotidianos.

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