Zona de conflicto

Venezuela, sociedad mediática y comunidad política. Antagonismos y atolladeros. Ciudad y utopía. Un espacio para cruzarse con los unos y con los otros...

9/30/2005

El caso Martínez, y la ambigua responsabilidad
El caso de Walter Martínez (me refiero a su salida de Venezolana de Televisión) nos permite volver a evaluar el papel que juegan los medios de comunicación -privados y del estado- en el marco de la polarización y la conflictividad política en Venezuela.

Su caso guarda cierto paralelismo con el de otros periodistas que han salido de sus lugares de trabajo en los últimos tres años, y que, grosso modo, pueden inscribirse dentro del mismo “expediente”: el desacuerdo fundamental entre el medio (la empresa) y lo que transmite el comunicador en un momento dado. Fíjense que no estoy hablando de la pugna entre el arte de informar de un periodista (lo que define su carácter profesional) y lo que persigue el medio como maquinaria de intereses específicos. Me refiero, más bien, al simple hecho del decir del periodista .... y es en este sentido que insisto en la tesis, que he sostenido ante algunos colegas, de que por más leyes y códigos de ética que promulguemos, lo que siempre resulta problemático es establecer una distinción taxativa entre información y opinión. Eso sería tan desproporcionado como querer establecer una distinción limpia entre verdad y ficción.

En todo caso, un grupo creciente de periodistas ha salido de los medios en estos últimos años, bien sea porque en determinados momentos cometen algún exceso, alguna imprudencia, o porque se sobreidentifican con alguna causa política. Estos casos denotan, más precisamente, una profunda crisis en la manera como se quiere regular lo que se dice en los centros del poder (medios privados y medios del estado). Con la aprobación de algunas sentencias, leyes y reformas (del Código Penal) el estado venezolano ha querido regular el ejercicio “indebido” del periodismo, que se troca a veces en denuncia falsa, a veces en especulación, a veces en juego de opinión interesada. El concepto clave que se está usando como vara para discernir el bien del mal es el de “responsabilidad".

Walter Martínez se unió a la lista en la que ya se encuentran periodistas opositores como Roland Carreño, Mingo, Marta Colomina y Napoleón Bravo, entre otros. Cierto, sólo algunos han protestado sus salidas de manera radical, como Martínez o Carreño, mientras que otros se han ido al congelador esperando que la empresa los llame a cumplir su función de siempre, por lo cual no son exactamente figuras que hayan tenido desacuerdos por sus decires, o por haber sido víctimas de repentinas censuras. Cierto, algunos rompen platos y arman líos que vale la pena debatir (porque atañen en definitiva a la libertad), y otros asumen con cinismo su estancia en el limbo (el reposo de algunos tarifados, hay que decirlo).


Pero el caso Martínez posee algo diferente a lo que suele ocurrir del lado de los medios privados. En estos últimos, los periodistas salen por lo regular de sus trabajos en medio de un tejido de voces y rumoreos que se traduce en chismes de pasillo y columnas de opinión. El caso Walter es exactamente el fenómeno contrario, es decir, su polémica salida puso en el centro de la opinión pública lo que, precisamente, reprime la práctica mediática privada: lo que no debe salir a la calle, lo que siempre debe pasar por problema casero.

La intervención directa del presidente de la República en el asunto le dio a la salida de Martínez un sesgo imposible de soslayar. Su llamada sorpresiva al programa La hojilla para reclamar el cumplimiento de una línea editorial comprometida con el ejercicio de la responsabilidad, y que en ese momento estaba siendo infringida, según él, por los moderadores del programa, hace profundamente problemático el estatus mismo de la responsabilidad que se quiere pregonar.

Sabemos que los medios privados tienen su manera de ejercer las líneas editoriales, y están llenos de órdenes y contraórdenes implícitas, de códigos y sanciones nunca suficientemente discutidos, y que regulan en la práctica el ejercicio de la profesión. ¿Pero qué es lo que nos perturba del caso Martínez y de la intervención presidencial en La Hojilla? Lo que hace terriblemente chocante la situación es que sea precisamente una orden obscena, es decir, una orden de esas que los medios se reservan para su más estricta intimidad, la que se termine haciendo pública y decrete una manera específica de conducir el canal del Estado.

Ojo, no estoy hablando de moralismos, estoy hablando sencillamente de que ese momento resume la obscenidad que, estructuralmente, necesita un medio de comunicación para funcionar. Como este gesto obsceno se hizo público, ahora es ineludible discutir la validez y pertinencia de ciertas reglas y seudo-reglas que buscan regular el periodismo. Quizá por esta vía encontremos una de las claves para comprender la profunda crisis en la que se encuentra nuestro oficio. La verdadera paradoja de lo que pasó en La Hojilla es que pone en evidencia que toda imposición de la responsabilidad pasa, en la chiquita, por un gesto excesivo de autoridad, en este caso del propio presidente de la república.

He dicho en otras ocasiones que estoy en contra de toda forma legal de regulación de la comunicación y del periodismo, y celebro que en Venezuela haya cada día más medios populares, más vías de expresión social y más formas de ejercer (con todo y los excesos) el derecho a decir, a comunicar, a informar, a opinar, a narrar, a ficcionalizar, a mentir, a lo que usted quiera. Creo que la única manera de regular lo que se dice en sociedad no pasa por decretos ni por legislaciones, sino por el debate político, la confrontación y la discusión pública. Es sólo en ese terreno donde podríamos conseguir alguna idea de responsabilidad: donde cada quien asuma el compromiso con lo que dice y lo que hace (ante los otros).
Nos preocupa entonces una contradicción en el proyecto político del chavismo: por un lado el gesto de liberar la opinión, de darle protagonismo a la expresión popular a través del apoyo y el fortalecimiento de medios alternativos, y por otro se intentan fijar rígidas normativas y disposiciones para controlar el mensaje comunicacional, que como se ha visto, repito, es imposible de regular sin la respectiva llamada telefónica en directo del propio presidente.
¿Qué es, en definitiva, lo que produce el efecto de la intervención de Chávez? Lo primero que hay que destacar es que deja al desnudo la impotencia de toda autoridad para dominar y administrar, unilateralmente, el discurso de la responsabilidad, a riesgo de parecer "irresponsable" por sus propios actos.
Walter Martínez salió a denunciar unas cosas (no tengo ninguna razón para hacerme eco de ellas), y la única manera que se encontró de frenar, de reestablecer el orden de la comunicación estatal fue con una llamada telefónica, con la intervención directa del "comandante" (así lo despidió el moderador de La Hojilla). La voz de Chávez viene a corregir las cosas que ocurren en el canal del Estado, el cual, dicho sea de paso, por sí solo parece estar incapacitado para autorregular su propio funcionamiento. Esto quiere decir que la llamada de Chávez tiene implicaciones regulativas específicas que se quieren ejercer en nombre de la responsabilidad, pero que terminan ejerciendo un efecto totalmente opuesto.

En segundo lugar, existe una profunda ambigüedad en las palabras de Chávez, al querer ejercer en el asunto una especie de “responsabilidad de la responsabilidad”. Como es imposible escribir con letras precisas un manual del perfecto responsable, que nos regule la lengua a todos, se termina justificando que la llamada al programa se hace como un acto de responsabilidad ante determinados actos irresponsables que se están cometiendo. Valga el trabalenguas.

Practicar esta especie de “responsabilidad de la responsabilidad”, y esto ocurre de la misma manera en los medios privados (lo que pasa es que se ejerce puertas adentro, ya lo dije) termina produciendo exactamente el mismo y terrible resultado: provocan en los periodistas y comunicadores una indecisión al decir, y en definitiva un recorte de la libertad que siempre es peligroso: ¿qué queda de la propia autocrítica cuando ésta también necesita ser regulada por una autoridad externa?

Lo que termina cancelando el ejercicio autocrítico de los moderadores de La hojilla es una orden. Solamente eso. Una orden. Una orden que, como se hizo pública, termina por dar razones que nunca son suficientes a la vista de toda la sociedad: “a lo mejor ustedes no saben lo que yo sé”, argumentó Chávez al respecto. Y con ello dejó un boquete abierto para cualquier cantidad de interpretaciones (por cierto, me imagino que muy pocas de éstas para la defensa de un comunicador que ha estado con el proceso en los años más difíciles)

De manera que unos saben, y otros no. Son precisamente esos desequilibrios, esas asimetrías las que hacen a la comunicación social necesaria e indispensable. Lo que es obvio no genera ni curiosidad, ni discusión. Lo que produce un verdadero debate son precisamente esas cosas que nunca están bien dichas, o en las que se sospecha que alguien sabe lo que uno no. Por eso buscamos información, por eso algunos sienten como necesario abrir algunas barreras, denunciar algunos obstáculos para que se abra el abanico. Por eso tantas cartas, tantas conjeturas, tantas declaraciones sobre el tema.

“Mucho protagonismo” y “falta de humildad”. Esos fueron los argumentos del presidente contra Martínez. Me pregunto: ¿esos no son los “vicios” que tiene arraigados el periodista en el núcleo de sus propios genes, y por lo que lo conocemos desde mucho antes de estar con el proceso? A estas alturas, por supuesto, cada quien le habrá dado el contenido que quiera a esas palabras que, en su momento, sonaron vagas y hay que decirlo: “poco responsables”.

El discurso de la responsabilidad, en definitiva, se usó específicamente para frenar el deslizamiento de una opinión. Se usó de alicate. Por lo cual, toda iniciativa para regular la comunicación social fracasa, porque llegado el caso siempre necesita apoyarse en actos directos o intervenciones particulares de la autoridad. La responsabilidad es una palabra política, como muchas, y debemos asumirla hasta sus últimas consecuencias: lo que me hace enteramente responsable no es que me den una orden para autorregularme, sino que yo pueda sostener ante los demás, ante los otros, mis propios actos (mi propia honestidad). ¿Habría podido Walter Martínez definir, después de las denuncias que hizo, los términos concretos de la corrupción a la que se refería? ¿No era posible que los propios moderadores de La hojilla rectificaran por sí mismos si todo esto, efectivamente, se trataba de un show guiado por un personaje con afán protagónico? Por la intervención de la autoridad, ya nunca lo sabremos.

9/22/2005

¡Viva el fanatismo!


Debo confesarlo: siento una curiosidad (quizá se llama placer, o mejor, una envidia) casi morbosa por esos personajes de la vida pública venezolana que han mostrado a lo largo de estos años de maniqueísmo y chantaje “religioso”, una postura casi inclasificable, es decir, que cuando uno se los quiere conseguir en una esquina, bien parados sobre algún lugar común ideológico, aparecen un poco más allá o un poco más acá. Y con eso terminan desconcertando no sólo a sus seguidores más fieles, sino sobretodo a sus propios adversarios. Sin ellos, en serio, el juego democrático se reduciría simplemente a lanzar piedras de un lado para el otro del muro. Para nuestra suerte, existen estos personajes que de tanto apasionamiento, de tanta convicción, suelen cruzar momentáneamente las fronteras de lo establecido y logran redefinir en alguna medida el campo político.

Aclaro: no hablo de esos expertos anfibios que se han movido como cisnes por las antípodas, dependiendo de la oportunidad política y del salto de rana que puedan dar. No. Esos no me interesan para nada. Los personajes que yo quiero resaltar, afirmo enfáticamente, no tienen ese “deshonroso privilegio” de andarse por el debate político en actitud de “estar más allá del bien y del mal”, que es en la práctica la forma más cínica de andar por la vida (hay muchos intelectuales, analistas, periodistas de opinión y sofistas en general, que juegan a la táctica nietzscheana de mostrarse más allá de las pasiones mortales, y deniegan en la práctica las muchas pasiones y prejuicios que los animan). No, definitivamente, no quiero hablar de este animal cínico que abunda, sobre todo, en la gran prensa venezolana.

A los que yo me refiero con cierta envidia, repito, son a aquellos personajes que no han dejado de hacer en estos años su personal apuesta política. Es decir, que están enamorados profundamente de sus causas (sean las que sean), y que no calculan sus acciones en términos de rendimiento ni de ganancias. Militan enfebrecidamente en alguna causa, defienden banderas, pelean en algunas trincheras, y liquidan, en más de un sentido, a muchos de sus adversarios a punta de mostrarse más convencidos que nadie de lo que hacen.

Son en la práctica hombres y mujeres marcados por cierto fanatismo (por el compromiso que adquieren con lo otros, con sus principios y con sus acciones). El fanatismo en política tiene muy mala prensa, pero quiero proponerles una comparación con ese otro fanatismo que está plenamente autorizado socialmente: el amoroso, el que nos lleva a dejar trabajos, casas, a arrasar el pasado incluso, y hasta las relaciones amistosas por la aparición intempestiva de una mujer (o de un hombre). Estos seres, en alguna medida, han repetido en la política lo que cualquier mortal haría por el amor. Son seres que están marcados por una especie de pulsión incondicional, que los hace rebasarse en cada protocolo del debate, replanteando posiciones y alterando percepciones. Son personajes que por su propio apasionamiento rompen los consensos y abren nuevas perspectivas políticas.

Todo esto que les escribo, se lo debo a una noticia que apareció hoy en prensa, en la que la inigualable Lina Ron denuncia al alcalde de Vargas por intento de asesinato y lamenta que Venezolana de Televisión no la haya entrevistado, y que por el contrario lo haya hecho el canal enemigo de la revolución, Globovisión. Por un instante, y una vez más, las posiciones, los lugares, los hitos establecidos en la confrontación política son modificados por una actitud incondicional de alguna de sus partes, que rompe esquemas y obliga a cierta meditación (en este caso sobre el periodismo estatal, sobre el ejercicio del poder, sobre los órganos de seguridad). Así como tenemos a la comandante Lina Ron a la cabeza de esta lista de seres inclasificables, quisiera mencionar a otros que han mostrado está capacidad de rebasarse a cada instante, y que por sus pasiones generan, parece mentira, un gran dividendo democrático.

Los menciono tal y como me vienen a la cabeza:

1.-¿Qué sería de la oposición venezolana, tan anémica de argumentos, tan sifrina, prejuiciosa y arribista si en estos años no hubiera estado Teodoro Petkoff para arruinar algunas fiestas del ‘consenso mediático’? De hecho, la pregunta urgente que hay que hacerse es si esa misma oposición estaría dispuesta a casarse con todo el temperamento de Teodoro para las elecciones de 2006.

2.-¿Qué habría sido de las últimas y abúlicas elecciones municipales, si no hubiera aparecido ese turbulento movimiento electoral llamado Tupamaros? Es decir, esa movida que nace en el 23 de Enero y Catia, y que trasciende los diques del chavismo burocrático, al asumir la tarea inmediata de hacer la revolución allí, entre sus vecinos más cercanos.

3.-¿Se habría podido dar en estos años algún tipo de debate entre periodistas sin la figura de José Roberto Duque, dispuesta a asumir incondicionalmente, y desde cierta posición de “marginalidad”, sus convicciones? Es decir, ¿quién estaba dispuesto a poner en juego su propia profesión, su propia trayectoria, su propio puesto de trabajo con tal de atender a la necesidad de dar un debate y realizar una crítica profunda al ejercicio de una profesión en crisis? ¿No es Duque, y algunas de sus opiniones, un artefacto inclasificable para las propias y homogéneas pretensiones del chavismo más institucional?

4.-A la sazón de la confusión de los días post-11-A, ¿qué habría pasado si no hubiese aparecido la voz siempre impertinente de Jorge Olavarría para hablar del decreto de Carmona, redactado por nuestras élites constitucionalistas? Olavarría, muy tempranamente, nos permitió comprender la dimensión y estructura de todo el simulacro golpista del 11 de abril. La verdad es que siempre hará falta su crítica corrosiva, su intempestividad y su lucidez para marchar a contracorriente.

5.-¿Qué habría pasado si Roland Carreño no hubiese registrado en una crónica social las transacciones de una oposición que se siente irresistiblemente atraída por el magma petrolero? Y más aún, la salida de Roland de El Nacional sirvió para que éste denunciara con apasionamiento la novedosa simbiosis del poder que ha ocurrido después del 15 de agosto. Es un hecho innegable: aquellos poderosos que azuzaron la polarización y calcularon la caída de Chávez, fueron los primeritos en desdoblarse, y con ello traicionaron las pasiones de la multitud que se había quedado en la calle. Fue precisamente el malestar excesivo de Roland (que es una forma de pasión), lo que lo llevó a traspasar las fronteras invisibles que hay en todos nuestros diarios.

6.- Qué sería de los intelectuales atrapados en sus ideas maniqueas (es decir, en reducir cómodamente nuestro problema a la lucha de la civilización contra la barbarie), sin la figura de algunos personajes de la prensa como Arnaldo Esté o Ignacio Ávalos, siempre dispuestos a colocarse en el punto ciego de la polarización política, siempre preocupados por disolver los lugares comunes y por señalar lo que cada bando es incapaz de ver y asumir en el debate.

7.-¿Qué habría sido de la figura de Bolívar sin el “violento” antagonismo entre el sector oficial y nuestra elite civilista, encarnada en Manuel Caballero y Elías Pino Iturrieta? Al menos, ya contamos con dos Bolívar de carne y hueso para ponerlos sobre la mesa, y no sólo con las estatuas pétreas de los años del puntofijismo.

8.-¿Qué sería, me pregunto, de la macropolítica sin personajes marginales como el negro Claudio Fermín, tan terco y tan dispuesto a manejarse fuera de las matrices dominantes del debate político? Y tal vez por ello, tan ignorado por los núcleos de poder mediático.

9.-¿Qué sería de buena parte de los proyectos barrio adentro si no tuvieran esa pieza incansable e indoblegable llamada Nora Castañeda? ¿O al propio Andrés Antillano? Es decir, de gente que siente que su causa es infinita y que para avanzar en algo hay ue asumir que no hay tiempo que perder. En algún sentido, estos personajes están desafiando una manera de concebir el ejercicio del Estado, y proponiendo una manera distinta de administrar el poder.

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El fanatismo, déjenme decirles, es por naturaleza imprudente, desbocado, excesivo. Necesitamos mucha de esa energía para contrarrestar el cálculo egoísta e interesado, el oportunismo que marca tanto nuestro pasado político. Desde ese lugar inclasificable de los fanáticos venezolanos, de los no domesticables del todo por las matrices dominantes, resulta hoy impensable, irreal, casi de comiquita, que la oposición, por ejemplo, haya terminado de constituir una lista “por arriba” para la Asamblea, que incluye, entre otros extraterrestres, a golpistas (Carlos Alfonso Martínez) y a tombos relacionados con la matanza de abril (Simonovis y Forero). Antes de que el vagón vuelva a descarrilarse, hay que recordarle a la gente que el mejor lema para estos tiempos (donde hay que pensar, analizar, accionar y transformar, todo eso a la vez) se encuentra en un graffitti del Mayo Francés. Es un lema que sirve para todos aquellos que –de lado y lado– desean radicalmente que el país no se detenga y avance hacia algún lugar: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.

9/04/2005

El prototipo Cheíto, la otra “Ch” de nuestra política


Si alguna intuición lúcida tiene la película de Elia K. Schenider, Punto y raya, es que gira alrededor de la forma “originaria” en que se producen los conflictivos y las contradicciones más humanas. La película, que me vacilé en un sala de Barcelona, no dejó de emocionarme y conmoverme, y me hizo pensar que en la errática y discontinua historia de nuestro cine (tan paralela a toda nuestra actividad cultural), sólo llegamos a producir una película buena, una película importante, al ritmo de cada dos lustros, la penúltima de ellas, 100 años de perdón. El promedio es ínfimo, pero aún así hay promedio, que ya es importante.

II
Quizá lo más irresistible de Punto y raya sea, precisamente, esa especie de “homenaje” a la picardía criolla que encarna el personaje Cheíto. Como buena comedia (aunque el final lo desmienta) la película es un saludo a la vida, a la idea de que existen pequeños héroes cotidianos que ante las adversidades más rotundas logran siempre escapar, fugarse y reprogramar sus destinos en otros escenarios sociales. ¿Pero de qué se fugan exactamente? Pues de la muerte. Punto y raya intenta ser una hoja de ruta psíquica para sobrevivir en el infierno, es decir, cómo conseguir el reconocimiento y el dominio de la situación en zonas y estructuras de poder que resultan extrañas e infranqueables a primera vista. Sin embargo, hay algo mucho más contundente y lacerante que este homenaje a la supervivencia. Más allá de las fascinantes salidas de Cheíto, de su indoblegable voluntad para eludir la tragedia y gozarse algunos instantes específicos en medio de las hostilidades más terribles, hay una lectura que pide que nos tomemos en serio, pero muy en serio, la manera en que ambos personajes se enfrentan a su destino.

III
Me impresionó la forma como se tipifica la tensión psíquica entre dos arquetipos dominantes. Me refiero a la confrontación dialéctica que se produce en la historia entre la Ley y su doble obsceno (encarnadas en el colombiano principista y el venezolano gozón, que luchan incansablemente por demostrar cuál es la mejor vía para sobrevivir en la frontera). Este tópico –el de la Ley y su otra cara obscena– es uno de los grandes lugares comunes del psicoanálisis lacaniano, y vale la pena explorar cómo está plasmado en Punto y raya. Me refiero a la rivalidad entre el Deber (Pedro) y el goce (Cheíto), entre la legalidad y los caminos verdes, entre los principios y la “nocturnidad trapichera”. Esta tensión, aunque haya sido representada en el territorio indefinible de la frontera entre Colombia y Venezuela (imaginariamente la construimos a fuerza de puntos y rayas), no deja de aludir constantemente a nuestra situación social y política de todos los días. Por más que Punto y raya se ubica fuera de los contextos más inmediatos, existe una contundente alusión al tema de fondo, al tema sustancial y decisivo que está en juego en la Venezuela de hoy: nuestra relación con el poder.

IV
Más allá de las consideraciones chovinistas (el venezolano es gozón y el colombiano una máquina sin sentimientos) allí se encuentran dos arquetipos sobre los que vale la pena pensar. Empecemos por la autocomplacencia que solemos mostrar con esa cosa de que el venezolano es sandunguero, gozón, y que tiene la virtud de arreglárselas de cualquier forma para sobrevivir. Si esto fuera cierto en el caso de Cheíto, si se tratara simplemente de sobrevivir, él habría aceptado sus circunstancias tal y como devinieron. El caso de Cheíto, y del venezolano gozón, es más complicado. No es que busque sobrevivir. Su principal objetivo, por el contrario, es mandar. En ese sentido, el personaje está pintado de forma inmejorable: la motivación de fondo de Cheíto no es la supervivencia, sino el mando, la posibilidad de que en cualquier circunstancia o ante cualquier autoridad, él logre hacerse dueño de la situación. Aclaro: el interés de Cheíto no es suplantar a ninguna autoridad, ni tampoco tomar el mando directamente (lo suyo no es ser comandante de ninguna de las tropas que hay en la frontera). Cheíto tiene otro objetivo: adueñarse de los caminos verdes, indirectos. Lo que en realidad quiere es andar a la sombra de la autoridad (sea cual sea) y gozar del privilegio de moverse sin restricciones. A Cheíto le importa un comino quién y cómo manda. Lo suyo, más radicalmente, es neutralizar el poder de la ley. ¿Ésa no es acaso la caracterización lacaniana del auténtico perverso? Cheíto, como todo buen perverso, posee una extraña cualidad para comprender cómo se mueven los mecanismos del poder y de la autoridad, no sólo para subvertirlos (el perverso nunca quiere cambiar radicalmente las cosas, se sabe) sino para hacerse dueño de la situación. No existe una mejor frase coloquial para definir su manera de actuar: “yo sé cómo es todo”.

V
Cheíto es un espécimen difícil de rastrear en la genealogía criolla, y atraviesa, transversalmente, todos los estratos de la sociedad venezolana (no se crea que porque el de Schneider sale de un barrio, no abunda en otras geografías: hay miles y miles de Cheítos sifrinos, intelectuales, periodistas, y de todas las calañas). Sólo tengo una hipotesis al respecto: Cheíto es la producción sociocultural más elaborada de nuestra relación con la máquina petrolera, una máquina que en el siglo XX alteró todas nuestras percepciones de la realidad nacional y global (en tiempos sauditas nadie ponía atención a nuestros problemas sociales estructurales y se soñaba con tremendo paraíso mayamero, y en tiempos de vacas flacas, el problema se lo achacábamos a una pobreza subsidiada que nos quitaba nuestro acceso al goce y al confort). A la máquina petrolera se le debe dar el estatuto de verdadero padre de la horda (tal como lo concibió Freud), es decir, el que todo lo posee, el que todo lo puede y el que nos obliga, ante su enorme peso e influencia, a conductas perversas para poder gozar de sus enormes beneficios. No se olvide que el petróleo va más allá de cualquier consideración populista o estatista: es por su naturaleza la droga principal del capitalismo. Es el capitalismo mismo en toda su viscosidad y opacidad.

VI
Cheíto tiene un “don” para la gestión. Es una especie de médium entre el poder y la gente, y a partir de allí consigue su mayor sentido de goce: vende perico, reproductores robados por otros, busca salvarse ofreciendo premios que no tiene a la mano, desarrolla cualquier tipo de actividades, desde vender zapatos al enemigo en la frontera hasta subastar prostitutas. Siempre propone y dispone sobre lo que tiene o le falta a los demás, nunca se ofrece a sí mismo. Cheíto es esa Venezuela llena de gestores que no quieren aparecer nunca asumiendo ninguna responsabilidad. Lo de ellos es desplazarse, obtener beneficios a la sombra, a punta de una habilidosa manera de descifrar la ley y el poder. El problema se pone serio cuando estos gestores entran en la política y quieren movilizar a multitudes. Allí funcionan como verdaderos capitalistas: saben que la plusvalía emocional no la van a poner ellos sino la gente común y corriente. Por eso, todo Cheíto en la política no pasa de ser un simple agitador, que llegado el caso, que llegado el callejón, prefiere matizar y decir “sin pasiones, pana”, “en otra ocasión será”. ¿No les suena esto familiar, digamos, a todo el movimiento cheístico que hizo la oposición entre el 2002 y 2004? A la hora de las consecuencias y de los actos: “yo no fui, mi pana”, “que yo no soy golpista, vale”.


VII
Hay que admitirlo: los Cheítos más peligrosos no están abajo, están arriba y se mueven como peces en el agua entre el Estado, los medios de comunicación y los beneficios que deja el negocio buchón del petróleo (las ganancias derivadas). No olvidemos nunca cómo es su modo de acción: el perverso, como Cheíto, es un hombre que, llegado el caso, siempre reconoce a una autoridad y quiere que la autoridad lo reconozca a él. Repito: su deseo no consiste en apropiarse del puesto de la autoridad. El no quiere competir con ella. Quiere gozársela, que es otra cosa. Es el principio de todo perverso: necesita un pacto básico que le permita desarrollar su actividad de subversión y posesión: si hay que decir ante el ejército colombiano que se es venezolano, se dice. Si hay que decirle a los narcos que yo soy guerrillero, se dice. Si hay que decirle a los guerrilleros que yo soy de la DEA, se dice... Es decir, “como usted quiera yo se lo pongo”. En esta perspectiva me hago una pregunta: ¿No fue la corte de Miquilena y de todos aquellos que se infiltraron en el proyecto chavista los grandes perversos de nuestra política más reciente, los que en la hora de la chiquita, después de disfrutar de los pasillos del poder, salieron a negarlo para darle la bienvenida a un golpe de Estado? Abundan los ejemplos desde el 11 de abril para acá.

VIII
Para muchos es una gran virtud esa cosa cheística del venezolano, porque pasa por apertura, juego, heterodoxia, tolerancia (“relájate, pana”); pero ahora, esa actitud choca de frente con las pasiones y convicciones políticas que alborota el proyecto de Chávez. Todo Cheíto (la otra “Ch” que polariza nuestro debate político) se escandaliza ante gente que tiene una posición, y además le da mucha rabia cuando le precisan una posición a él (en la película, lo que realmente le perturba a Cheíto es que Pedro lo considere un miembro de la guerrilla colombiana). Los Cheítos, entonces, creen que asumir cualquier posición política es pura y rancia ideología. Él siente, ilusamente, que puede evadir las trampas de la ideología con solo denegar sus creencias más íntimas (recuérdese que Cheíto se siente pragmático, se siente móvil, eterno mutante). Él es, sin duda, el mayor obstáculo para los definitivos cambios sociales que busca el país. De apertura, de heterodoxia y tolerancia, nada. Lo que tiene Cheíto es otra cosa, el “don” para colocarse, para imponerse a través de gestiones intermedias. ¿Para qué? Para mandar gozando, es decir, sin asumir las verdaderas consecuencias del mandar. A los Cheítos los conocemos de lado y lado, están por todas partes y son los que, llegado el momento, dicen “yo no fui, vale, quédate quieto”.

IX
El enemigo, en definitiva, no es Chávez. El enemigo del país, el verdadero, es la otra “Ch”, un tipo como Cheíto, un tipo que renuncia a la política (al valor del acto, a la responsabilidad ante los demás) porque prefiere no identificarse con nadie. Cheíto cree que para salvarse de los conflictos no necesita de verdaderas convicciones, antes éstas son un obstáculo que le impiden moverse sin restricciones y le exigen un sacrificio que no está dispuesto a hacer. Un tipo que siente que él no crea los problemas, y que por eso no son su responsabilidad, pero le estorban. Y mucho. No consigue otra forma de sortearlos que abriendo un boquete en la pared. Preferiblemente de tamaño personal. Eso en política tiene graves consecuencias, porque un proyecto colectivo requiere algo más que la suma de las voluntades de todos los cheítos con ganas de mandar. Quizá por eso la oposición, muy cheística ella siempre, no tiene otra coartada que rechazar a Chávez. Cuando la política es secuestrada por los Cheítos se bloquea cualquier forma de organización con metas y principios colectivos. Qué vaina, se me terminó saliendo al final de esta reflexión la vena del colombiano. Esa que nos indica que, en determinadas situaciones de la vida, hay que actuar apegado fanáticamente a la Ley, a la constitución, a la letra y espíritu de esos universales modernos que se llaman justicia y libertad (su mejor legado es que siempre incluyen al Otro por encima de cualquier consideración). La mejor consigna para estos tiempos debe ser “localiza tu posición y asume la responsabilidad por tus creencias y actos”. A ver si empezamos, de una buena vez por todas, a sacudirnos el Cheíto que llevamos por dentro.

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