El prototipo Cheíto, la otra “Ch” de nuestra política
Si alguna intuición lúcida tiene la película de Elia K. Schenider, Punto y raya, es que gira alrededor de la forma “originaria” en que se producen los conflictivos y las contradicciones más humanas. La película, que me vacilé en un sala de Barcelona, no dejó de emocionarme y conmoverme, y me hizo pensar que en la errática y discontinua historia de nuestro cine (tan paralela a toda nuestra actividad cultural), sólo llegamos a producir una película buena, una película importante, al ritmo de cada dos lustros, la penúltima de ellas, 100 años de perdón. El promedio es ínfimo, pero aún así hay promedio, que ya es importante.
II
Quizá lo más irresistible de Punto y raya sea, precisamente, esa especie de “homenaje” a la picardía criolla que encarna el personaje Cheíto. Como buena comedia (aunque el final lo desmienta) la película es un saludo a la vida, a la idea de que existen pequeños héroes cotidianos que ante las adversidades más rotundas logran siempre escapar, fugarse y reprogramar sus destinos en otros escenarios sociales. ¿Pero de qué se fugan exactamente? Pues de la muerte. Punto y raya intenta ser una hoja de ruta psíquica para sobrevivir en el infierno, es decir, cómo conseguir el reconocimiento y el dominio de la situación en zonas y estructuras de poder que resultan extrañas e infranqueables a primera vista. Sin embargo, hay algo mucho más contundente y lacerante que este homenaje a la supervivencia. Más allá de las fascinantes salidas de Cheíto, de su indoblegable voluntad para eludir la tragedia y gozarse algunos instantes específicos en medio de las hostilidades más terribles, hay una lectura que pide que nos tomemos en serio, pero muy en serio, la manera en que ambos personajes se enfrentan a su destino.
III
Me impresionó la forma como se tipifica la tensión psíquica entre dos arquetipos dominantes. Me refiero a la confrontación dialéctica que se produce en la historia entre la Ley y su doble obsceno (encarnadas en el colombiano principista y el venezolano gozón, que luchan incansablemente por demostrar cuál es la mejor vía para sobrevivir en la frontera). Este tópico –el de la Ley y su otra cara obscena– es uno de los grandes lugares comunes del psicoanálisis lacaniano, y vale la pena explorar cómo está plasmado en Punto y raya. Me refiero a la rivalidad entre el Deber (Pedro) y el goce (Cheíto), entre la legalidad y los caminos verdes, entre los principios y la “nocturnidad trapichera”. Esta tensión, aunque haya sido representada en el territorio indefinible de la frontera entre Colombia y Venezuela (imaginariamente la construimos a fuerza de puntos y rayas), no deja de aludir constantemente a nuestra situación social y política de todos los días. Por más que Punto y raya se ubica fuera de los contextos más inmediatos, existe una contundente alusión al tema de fondo, al tema sustancial y decisivo que está en juego en la Venezuela de hoy: nuestra relación con el poder.
IV
Más allá de las consideraciones chovinistas (el venezolano es gozón y el colombiano una máquina sin sentimientos) allí se encuentran dos arquetipos sobre los que vale la pena pensar. Empecemos por la autocomplacencia que solemos mostrar con esa cosa de que el venezolano es sandunguero, gozón, y que tiene la virtud de arreglárselas de cualquier forma para sobrevivir. Si esto fuera cierto en el caso de Cheíto, si se tratara simplemente de sobrevivir, él habría aceptado sus circunstancias tal y como devinieron. El caso de Cheíto, y del venezolano gozón, es más complicado. No es que busque sobrevivir. Su principal objetivo, por el contrario, es mandar. En ese sentido, el personaje está pintado de forma inmejorable: la motivación de fondo de Cheíto no es la supervivencia, sino el mando, la posibilidad de que en cualquier circunstancia o ante cualquier autoridad, él logre hacerse dueño de la situación. Aclaro: el interés de Cheíto no es suplantar a ninguna autoridad, ni tampoco tomar el mando directamente (lo suyo no es ser comandante de ninguna de las tropas que hay en la frontera). Cheíto tiene otro objetivo: adueñarse de los caminos verdes, indirectos. Lo que en realidad quiere es andar a la sombra de la autoridad (sea cual sea) y gozar del privilegio de moverse sin restricciones. A Cheíto le importa un comino quién y cómo manda. Lo suyo, más radicalmente, es neutralizar el poder de la ley. ¿Ésa no es acaso la caracterización lacaniana del auténtico perverso? Cheíto, como todo buen perverso, posee una extraña cualidad para comprender cómo se mueven los mecanismos del poder y de la autoridad, no sólo para subvertirlos (el perverso nunca quiere cambiar radicalmente las cosas, se sabe) sino para hacerse dueño de la situación. No existe una mejor frase coloquial para definir su manera de actuar: “yo sé cómo es todo”.
V
Cheíto es un espécimen difícil de rastrear en la genealogía criolla, y atraviesa, transversalmente, todos los estratos de la sociedad venezolana (no se crea que porque el de Schneider sale de un barrio, no abunda en otras geografías: hay miles y miles de Cheítos sifrinos, intelectuales, periodistas, y de todas las calañas). Sólo tengo una hipotesis al respecto: Cheíto es la producción sociocultural más elaborada de nuestra relación con la máquina petrolera, una máquina que en el siglo XX alteró todas nuestras percepciones de la realidad nacional y global (en tiempos sauditas nadie ponía atención a nuestros problemas sociales estructurales y se soñaba con tremendo paraíso mayamero, y en tiempos de vacas flacas, el problema se lo achacábamos a una pobreza subsidiada que nos quitaba nuestro acceso al goce y al confort). A la máquina petrolera se le debe dar el estatuto de verdadero padre de la horda (tal como lo concibió Freud), es decir, el que todo lo posee, el que todo lo puede y el que nos obliga, ante su enorme peso e influencia, a conductas perversas para poder gozar de sus enormes beneficios. No se olvide que el petróleo va más allá de cualquier consideración populista o estatista: es por su naturaleza la droga principal del capitalismo. Es el capitalismo mismo en toda su viscosidad y opacidad.
VI
Cheíto tiene un “don” para la gestión. Es una especie de médium entre el poder y la gente, y a partir de allí consigue su mayor sentido de goce: vende perico, reproductores robados por otros, busca salvarse ofreciendo premios que no tiene a la mano, desarrolla cualquier tipo de actividades, desde vender zapatos al enemigo en la frontera hasta subastar prostitutas. Siempre propone y dispone sobre lo que tiene o le falta a los demás, nunca se ofrece a sí mismo. Cheíto es esa Venezuela llena de gestores que no quieren aparecer nunca asumiendo ninguna responsabilidad. Lo de ellos es desplazarse, obtener beneficios a la sombra, a punta de una habilidosa manera de descifrar la ley y el poder. El problema se pone serio cuando estos gestores entran en la política y quieren movilizar a multitudes. Allí funcionan como verdaderos capitalistas: saben que la plusvalía emocional no la van a poner ellos sino la gente común y corriente. Por eso, todo Cheíto en la política no pasa de ser un simple agitador, que llegado el caso, que llegado el callejón, prefiere matizar y decir “sin pasiones, pana”, “en otra ocasión será”. ¿No les suena esto familiar, digamos, a todo el movimiento cheístico que hizo la oposición entre el 2002 y 2004? A la hora de las consecuencias y de los actos: “yo no fui, mi pana”, “que yo no soy golpista, vale”.
VII
Hay que admitirlo: los Cheítos más peligrosos no están abajo, están arriba y se mueven como peces en el agua entre el Estado, los medios de comunicación y los beneficios que deja el negocio buchón del petróleo (las ganancias derivadas). No olvidemos nunca cómo es su modo de acción: el perverso, como Cheíto, es un hombre que, llegado el caso, siempre reconoce a una autoridad y quiere que la autoridad lo reconozca a él. Repito: su deseo no consiste en apropiarse del puesto de la autoridad. El no quiere competir con ella. Quiere gozársela, que es otra cosa. Es el principio de todo perverso: necesita un pacto básico que le permita desarrollar su actividad de subversión y posesión: si hay que decir ante el ejército colombiano que se es venezolano, se dice. Si hay que decirle a los narcos que yo soy guerrillero, se dice. Si hay que decirle a los guerrilleros que yo soy de la DEA, se dice... Es decir, “como usted quiera yo se lo pongo”. En esta perspectiva me hago una pregunta: ¿No fue la corte de Miquilena y de todos aquellos que se infiltraron en el proyecto chavista los grandes perversos de nuestra política más reciente, los que en la hora de la chiquita, después de disfrutar de los pasillos del poder, salieron a negarlo para darle la bienvenida a un golpe de Estado? Abundan los ejemplos desde el 11 de abril para acá.
VIII
Para muchos es una gran virtud esa cosa cheística del venezolano, porque pasa por apertura, juego, heterodoxia, tolerancia (“relájate, pana”); pero ahora, esa actitud choca de frente con las pasiones y convicciones políticas que alborota el proyecto de Chávez. Todo Cheíto (la otra “Ch” que polariza nuestro debate político) se escandaliza ante gente que tiene una posición, y además le da mucha rabia cuando le precisan una posición a él (en la película, lo que realmente le perturba a Cheíto es que Pedro lo considere un miembro de la guerrilla colombiana). Los Cheítos, entonces, creen que asumir cualquier posición política es pura y rancia ideología. Él siente, ilusamente, que puede evadir las trampas de la ideología con solo denegar sus creencias más íntimas (recuérdese que Cheíto se siente pragmático, se siente móvil, eterno mutante). Él es, sin duda, el mayor obstáculo para los definitivos cambios sociales que busca el país. De apertura, de heterodoxia y tolerancia, nada. Lo que tiene Cheíto es otra cosa, el “don” para colocarse, para imponerse a través de gestiones intermedias. ¿Para qué? Para mandar gozando, es decir, sin asumir las verdaderas consecuencias del mandar. A los Cheítos los conocemos de lado y lado, están por todas partes y son los que, llegado el momento, dicen “yo no fui, vale, quédate quieto”.
IX
El enemigo, en definitiva, no es Chávez. El enemigo del país, el verdadero, es la otra “Ch”, un tipo como Cheíto, un tipo que renuncia a la política (al valor del acto, a la responsabilidad ante los demás) porque prefiere no identificarse con nadie. Cheíto cree que para salvarse de los conflictos no necesita de verdaderas convicciones, antes éstas son un obstáculo que le impiden moverse sin restricciones y le exigen un sacrificio que no está dispuesto a hacer. Un tipo que siente que él no crea los problemas, y que por eso no son su responsabilidad, pero le estorban. Y mucho. No consigue otra forma de sortearlos que abriendo un boquete en la pared. Preferiblemente de tamaño personal. Eso en política tiene graves consecuencias, porque un proyecto colectivo requiere algo más que la suma de las voluntades de todos los cheítos con ganas de mandar. Quizá por eso la oposición, muy cheística ella siempre, no tiene otra coartada que rechazar a Chávez. Cuando la política es secuestrada por los Cheítos se bloquea cualquier forma de organización con metas y principios colectivos. Qué vaina, se me terminó saliendo al final de esta reflexión la vena del colombiano. Esa que nos indica que, en determinadas situaciones de la vida, hay que actuar apegado fanáticamente a la Ley, a la constitución, a la letra y espíritu de esos universales modernos que se llaman justicia y libertad (su mejor legado es que siempre incluyen al Otro por encima de cualquier consideración). La mejor consigna para estos tiempos debe ser “localiza tu posición y asume la responsabilidad por tus creencias y actos”. A ver si empezamos, de una buena vez por todas, a sacudirnos el Cheíto que llevamos por dentro.
3 Comments:
Epa Bujanda, no conocía este rincón en la web... tu rincón.
He leído algunos artículos tuyos(especialmente el de Intelectuales y conflictividad en Venezuela, en la revista Comunicación) y estos en línea son otra opotunidad de cruzar esa línea de fuego que es pensar en Venezuela
Salud!
Brindo por eso, Luis Carlos. Y como bien has dicho, desde este rincón. No concibo, en este momento, ninguna otra manera de permanecer en la línea de fuego de la que hablas que trabajar desde cierta periferia del poder (el poder, como se sabe, es siempre uno, pero dividido en dos). Cuando se acepta el gran formato, se pierde mucho en la aventura, porque hay que aceptar demasiados protocolos. Así que este periodista entendió hace mucho que el formato siempre decide y que si queremos pensar más allá de las opiniones coaguladas, hay que salirse del juego...Es decir, estar siempre en situación de outside. ¡Salud!
hola! entre a tu blog sin conocerlo, solo porque me gusto el nombre...
lei este ultimo post y me gusto tu punto de vista.
volvere a leerte a menudo!
un saludo desde jerusalen
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