La edición aniversaria del semanario En Caracas, que circula desde el viernes pasado, se dedicó a mirar, cronicar y analizar lo que ocurre en la avenida Baralt, uno de esos sitios caraqueños marcados por el caos, la indolencia, el conflicto y la multitud. Si ustedes intentan buscar en Internet fotos que describan la cotidianidad de la Baralt, se encontrarán con la dificultad de que nadie pasa por ella para verla tal cual es. Las terribles paradojas de la vida han hecho que la Baralt sea recordada por la cita sangrienta del 11-A. Aún así, pensar la democracia y la convivencia venezolana, pasa por asumir las turbulencias y los conflictos que se viven allí.
Existe una leyenda urbana muy extendida desde nuestros luminosos años petroleros que habla de la permanente provisionalidad que nos asedia, del carácter atávico que nos obliga a demoler lo ya construido y de construir sobre lo ya demolido, de nuestra capacidad para mutar edificaciones y creencias, tan rápido como suba o baje un barril de petróleo en el mercado internacional. Somos, según esta leyenda, una Caracas del “mientras tanto” y del “por si acaso”, condenados los que vivimos en ella a ver cómo nuestros recuerdos desaparecen en una postal de cráteres, cabillas, paneles de vidrio y concreto armado.
Esta visión cabrujiana, que ha pretendido totalizar ese fenómeno complejísimo llamado Caracas, no suele detenerse en algunos lugares masificados que asombran, más bien, por su indoblegable capacidad para permanecer, para insistir en sus formas (por más oscuras que nos parezcan). Son lugares que sirven sólo para ser atravesados, para ser olvidados una vez que desaparecen de nuestro espejo retrovisor. Son espacios con función de camionetica: se sube y se baja de ellos una vez que se ha llegado al lugar. Pero nunca son ellos propiamente el lugar. Representan una vasta zona de “muertos vivos” en medio de la ciudad.
La excepción como regla
Quizá en estos espacios se consigan —como en el cuarto polvoriento de Melquíades en Macondo— las claves que nos permitan descifrar la dimensión reprimida de la ciudad, más allá de nuestra irrefrenable pulsión de progreso, de ostentación y superposición tectónica de proyectos y fiebres gerenciales.
¿Cuál es esta dimensión? La que se encuentra presente en cada centímetro de superficie de la avenida Baralt: la fricción. En ese tumulto inmemorial, en ese ir y venir de tantos cuerpos que suben y bajan de carritos y autobuses, de figuras y sombras que salen de cualquier puerta de edificio o de cualquier esquina, se encuentran las claves de una zona poco estudiada de nuestra contemporaneidad: la del estado de excepción como regla, es decir, el espacio donde la Ley se confunde con la vida, el hecho con el Derecho, y se subvierte cualquier posibilidad de distinción entre la Autoridad y el soberano, entre el Orden y la anomia. ¿En nombre de esta rotunda excepción sin fecha de nacimiento, no se fraguó la matanza salvaje de francotiradores y tombos de la PM el 11 de abril de 2002?
Entre el tumulto y las confusiones de la Baralt lo que prospera son los gestores, verdaderos supervivientes del régimen de excepción. No es un azar que sobre la avenida se encuentren edificios fundamentales del poder público (el Tribunal Supremo de Justicia, la sede administrativa de la Alcaldía Libertador, los varios ministerios que hay en las torres de El Silencio) presos en su largo otoño de democracia. También se encuentra el edificio más kafkiano de nuestra institucionalidad: la oficina principal de la Diex, un oscuro y espectral monumento, en el que el enigma y el laberinto dejan de ser metáforas culturales, y se vuelven experiencias concretísimas de identidad.
De la guachafita a la agonía
A parte de los edificios inerciales de nuestras instituciones públicas y del poder omnímodo de los gestores, en la Baralt se aglutina desde hace mucho eso que Vargas Llosa apreciaba tanto de las ciudades de Iraq después de la sangrienta invasión gringa: un capitalismo salvaje, una proliferación rizomática de actividades comerciales y comunicacionales, ideales según él para ver crecer las promisorias instituciones de la sociedad libre y liberal del siglo XXI.
Más allá de estos optimistas furibundos, habría que empezar por preguntarse cosas básicas que atañen a la convivencia: ¿quiénes llegaron primero a las calles del centro: los buhoneros o la policía?, ¿la alcaldía o la supervivencia?, ¿el Estado o los gestores del poder ministerial?, ¿la democracia o los predicadores mesiánicos de la Plaza Miranda? En los años más duros de nuestras megalópolis latinoamericanas —a mitad de los 90— Carlos Monsiváis percibía que sólo el ánimo de superación de nuestras élites, la idea de que “vamos mal, pero esta vaina algún día será mejor”, era lo único que permitía sortear estas fricciones cotidianas.
Pero ésa es precisamente la gasolina que se agotó en un sector de la población de Caracas, de allí que a veces se sienta que la ciudad se ha vuelto más apocalíptica, más Mad Max que nunca. Fenómenos como los que ocurren en la avenida Baralt dejaron de ser hace mucho el síntoma de una ciudad de mutantes, mendigos y rebuscadores en expansión, para convertirse en el laboratorio de inéditas conjunciones entre la política y la anomia (que nacen de la elemental lucha por el derecho de vivir). Lo verdaderamente nuevo, en realidad, es que nuestras élites unplugged perciban como una señal indeleble de agonía, lo que antes les sonaba a puro relajo, a pura guachafita criolla.
Liberarse de las señales de la bestia
A pesar de que la paranoia ha sepultado nuestra capacidad para la parodia, al punto de que los pensamientos del vecino han terminado por arrinconarnos hasta el pánico en nuestras viviendas atrincheradas, aún hay la posibilidad de recuperar lo que, como generación, nos ha marcado: la experiencia formativa de andarnos por los territorios sin límite de la excepción, descubriendo en su caos sempiterno y cíclico, en su ir y venir del norte al sur de la Baralt, los vislumbres de una experiencia política (en cuanto a identificación con los otros) que no encontraremos tan fácilmente en los manuales de urbanidad.
Andándonos dentro de esa multitud siempre en conflicto, en esa multitud siempre en fricción, quizá lleguemos a comprender cómo una capital como Caracas puede liberarse de las marcas de la bestia apocalíptica. Como solía decir Wittgenstein: siempre existe la fantasía de que las convicciones necesitan del hielo para deslizarse; pero justamente es esa cualidad resbaladiza del hielo la que nos impide caminar. Necesitamos la resistencia, el choque y el contacto para avanzar.
La mejor garantía de que en este proceso de “baraltización” de la ciudad no está en juego la democracia como forma de pluralidad, es que tenemos una portentosa vocación para la fricción, para el apretujamiento de los cuerpos, para la resistencia y el desajuste en el tumulto. En esto también se había anticipado Monsiváis: “Somos tantos que ya ninguna creencia, ni la más oscura y extraviada, podrá estar sola un minuto siquiera”. La mejor lección que nos puede dar la avenida Baralt por estos días es que las ideas y los proyectos de convivencia deben aprender a circular en medio de la fricción, aprender a sobrevivir en medio de la vorágine y los conflictos cotidianos.
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