Zona de conflicto

Venezuela, sociedad mediática y comunidad política. Antagonismos y atolladeros. Ciudad y utopía. Un espacio para cruzarse con los unos y con los otros...

4/25/2004

EL NACIMIENTO DE UNA PERSPECTIVA/A UN AÑO DE UN DEBATE NECESARIO

Carta sobre la mesa de Mr. Gris
Hay quienes han hecho del maniqueísmo la forma más tranquilizadora de vivir en la Venezuela apocalíptica. Piensan que mientras más claro tengan quién es el enemigo y dónde está, podrán salir mejor parados del trauma político que vivimos. Pero hasta ahora, el saldo de esa lucha de buenos contra malos ni ha ayudado ni remedia nada. Mientras un bando y el otro calculan sus ganancias y pérdidas en sangre y cuotas de poder, hay un sector que no aparece en el debate, pero que tiene una importancia política decisiva: el llamado ni-ni, los neutrales, los grises. Estas notas son parte del proyecto de simbolizar a ese sector mudo que aparece en las encuestas.
Hector Bujanda
I
Un gris no sabe bien por qué el color que lo define es percibido, colectivamente, como aquel que designa al tonto, al opaco, al que por ningún lado le sale un destello de luz. Hay una matriz que piensa al gris como sinónimo del personaje de Pedro Emilio Coll: aquél del que se esperaba todo y sólo tenía un diente roto. Gris, por el contrario, piensa que su color es mucho más interesante de lo que creen. Es, en principio, un color abierto, relativo, aglutinante. En él coinciden muchos tonos del negro y muchos tonos del blanco. Muchas razas y, por ende, muchas mentalidades. Gris se siente mestizo de piel y cultura. Y se ubica con sana distancia del blanco adeco que mandó por décadas, y del negro petróleo, que ha teñido todas nuestras fantasías desarrollistas. Gris es aquél que se mueve en la ciudad del caos, entre los buhoneros y el Sambil, entre la arepera de la Baralt y el restaurant de Las Mercedes, entre Choroní y Catia La Mar. Un gris escucha con igual emoción la música hedonista de Los Amigos Invisibles y las sabrosas consignas populares del grupo Son Tizón. Un gris caraqueño sabe de barrio, porque ha vivido muchos años de su vida en un bloque que se recuesta sobre ellos, y conoce de sifrinos porque fue a la universidad y entró en el circuito económico que le permitió codearse con yuppies y empresarios. El gris, entonces, es el color del puente, el color del enlace, el que habla de zonas populares y peligrosas. El gris es el color del humo, del desecho y la contaminación, quizá por eso es imposible contabilizarlo en las encuestas. Es una zona muda en las estadísticas. Un espectro que persiguen las fuerzas hegemónicas sin que, hasta ahora, puedan atraparlo. Por eso, en tiempos de inminente consulta electoral, ambos bandos buscan precisarlo, cuestionarlo, interrogarlo, y a veces extirparlo...
II
A un gris ya nada le sorprende. Aclaro para evitar confusiones tempraneras: no es que ha hecho de la evasión un estilo de vida. Si hubiera querido evadir los años negros del país, ya se habría montado en un American Airlines y creado con sus grandes chapaletas un mundo de fantasía, digamos entre Weston y Disneilandia. Un gris puede precisar, sin que le tiemble el pulso, la fecha exacta en que su vida giró 180 grados. El día de 1983 en que salió de una amplia casa de la urbanización Las Acacias y se embutió con toda su familia en un apartamentico de El Valle. Hasta allí llegaron los amigos italianos y portugueses, pues los tuvo que sustituir por los malandros del bloque. Cambió caimanas de béisbol y la tranquilidad de una urbanización abierta por el tráfico incesante de bazuco en la “frontera”, un espacio común a varios bloques de la calle 17, que por la noche se vuelve el centro comercial de sustancias ilícitas más próspero de la ciudad. Un gris perdió la paz interior hace unos 20 años y desde entonces no entiende nada que no sea en clave de supervivencia. Recuerda que no hay mejor manera de explicar sus pasos que aquel graffiti que apareció a principio de los años noventa en la avenida Sucre de Catia: “Bienvenida la clase media”. Un gris ha vivido todo lo malo en mayúsculas, y ha terminado de amalgamar en su accidentada sensibilidad los mundos tan distantes de la clase media y de la marginalidad. Devaluación e inflación. Atraco y cocaína. Privatización y hambre...Un gris ya no sabe precisar en su pantone cuál de los tonos negros ha sido el más terrible y traumático. Y a veces su indecibilidad le lleva a pasar, en tiempos de polarización, por un baboso ni-ni.
III
En el vocabulario “metafísico” de un gris hay dos palabras dominantes: descomposición y putrefacción. Siente que esas dos palabras son el núcleo inalterable de su percepción del devenir. Es el resumen demoledor de los últimos 20 años del país. Un gris sabe de plomo, sabe de guerra diaria, sabe de multilock y puertas eléctricas mucho antes de que alguien imaginara que los círculos bolivarianos vendrían a invadir las calles de Altamira y Los Palos Grandes. Un gris sabe lo que significa horda, mucho antes de que la palabra fuera instrumentalizada y terminara por designar un hábito político. Un gris sabe que la alcabala y el muro de concreto son una ley de vida más antigua que el odio hacia Lina Ron. Un gris ha pasado sus últimos 20 años tratando de mantener un precario equilibrio interior entre el barrio peligroso (ése que está a menos de cincuenta metros de la entrada del bloque) y las calles urbanizadas, infranqueables y atrincheradas del sureste de la ciudad. Un gris sospecha de que el país sigue siendo esencialmente el mismo de los últimos años, con las mismas aprensiones, las mismas distancias y los mismos abismos comunicacionales. Un gris sabe que “escuálidos” y “talibanes” son mutaciones de los términos “sifrino” y “mono”, que sirvieron durante años para designar un lugar desde dónde hablar.
IV
Un gris conoce la sutil diferencia entre voz y lenguaje. Sabe que hay un río de gente que puebla los barrios, las camioneticas, el centro de la ciudad y que apenas articula sus demandas, e incluso se le hace muy difícil discriminar realmente sus necesidades. Un gris sabe que “voz” es sinónimo de deudas infinitas, de resentimientos inmemoriales, de ganas de acabar la fiesta no se sabe por qué. Un gris también sabe distinguir entre esa piedra que tiene mucha gente enquistada en la garganta (y que sólo logra articularse como una voz) y el “lenguaje regulado de la comunicación”, ese tono de civilidad que sobre todo nos dio la televisión a falta de formación escolar. Un gris reconoce el “lenguaje regulado de la comunicación” desde que ve la gomina y la impostación de los políticos en la tele. Por eso entiende que democratizar o socializar la política pasa por un inevitable reconocimiento de los polos que administran y aglutinan “la voz” de los pobres y el lenguaje que perciben algunos como sinónimo de la civilidad.
V
Un gris sabe que, desde hace unos veinte años, no hay manera de sacarse la sangre con rapidez en el Hospital de Coche. Ni tampoco sabe lo que es ir al médico de un centro público por simple rutina, para ver si tiene hongos en la vagina o un herpes al lado del testículo. Un gris sabe que la única manera de pisar el periférico de Catia es de madrugada y con un tiro en la pierna. La palabra “asistencia” le resulta extraña y casi arqueológica; sabe que la clase media pudo evadir ese gran tema en los noventa a punta de pólizas y seguros colectivos. Aún así, un gris se pregunta cómo un gerente de PDVSA, o de una empresa trasnacional, puede pasar toda la mañana esperando a que un ginecólogo o un homeópata lo atiendan, y que además le cobre una bola por la espera. Un gris sabe que esa palabra con telarañas arqueológicas -asistencia-- define en este momento el destino del país. Un gris entiende que hay que democratizar el concepto de política asistencial, y ofrecerla con hospitalidad incondicional tanto a los que viven la ciudad desde la voz, como a aquellos que con el lenguaje de la civilidad también sufren de acidez a la hora de pagar la matrícula del hijo en la escuela, o el tratamiento de conducto en el odontólogo. El gris sueña con que la democracia logre reconstruir el sentido de lo público que vivió en su niñez, cuando iba a los médicos del Ipas-Me sin hacerse cuestionamientos clasistas. Un gris entiende que una política para todos pasa por socializar de verdad los servicios y dejarse de maniqueísmos. Todos tenemos derecho a un estado protector y hospitalario, porque todos, vamos a ser sinceros, estamos pelando bolas.
VI
A un gris le parece increíble que el vocabulario político haya construido un abismo en la sociedad. En diciembre vio con asombró las cuñas institucionales de canales como Globovisión y Meridiano TV, en que un moderador estrella hablaba de tolerancia y comprensión desde una colina arbolada, y dirigía sus gestos hacia un barrio de fondo, pidiendo al televidente que entendiera a ese sector de la población. Gris también vio Venezolana de Televisión, y sólo consiguió doñas en el corazón mismo del barrio, restregando ropa en una batea y hablando de que con este gobierno finalmente le cayó la locha de que el petróleo es tan suyo como de todos los venezolanos. Un gris que ha vivido durante más de 20 años en una zona gris, es decir, entre el barrio y entre el conjunto residencial, sabe que el éxito de una política radica en vincular para siempre a esos dos universos con filigrana. No queda otra que volver una y otra vez a subrayar el término hospitalidad incondicional, esa conducta ejemplar que en momentos puntuales hemos profesado de todo corazón, como en la tragedia de Vargas. Hospitalidad plena al otro que aparece sin avisar, que llega sin lenguaje, que irrumpe haciendo ejercicio altisonante de pura voz. Como cuando le tocan a uno la puerta los vecinos y no queda más remedio que armar un sancocho con lo que queda en la nevera. Un gris sabe que hay que eliminar del diccionario político la palabra tolerancia, porque tiene un origen estrictamente biológico (el “umbral de tolerancia”) que define al otro como una bacteria. Pues ya hay tantos gérmenes en nuestro cuerpo social, que sólo queda activar la hospitalidad plena, sin umbrales, sin ojos de vidrio en la puerta, sin alcabalas ni vigilantes.
VII
Un gris recuerda su infancia en Las Acacias. Recuerda cuando su madre iba en los años setenta al Central Madeirense, que junto al CADA, era el supermercado donde iba toda la sociedad venezolana. Pobres y medio pobres, medios y medios ricos. Allí éramos un solo país y en sus pasillos las diferencias eran casi indiscernibles. Un gris compra ahora donde consigue lo más barato y tiene una hija que se siente orgullosa porque aprendió a comprar sus mejores prendas en los buhoneros de Sabana Grande. Mientras unos mentan madre diariamente por el caos urbano, por el sinfín de ciudadanos que salen a chambear en las aceras, otros no encuentran mejor modelo para comprar que el de los buhoneros. Bueno y barato. Un gris entiende que entre el mall y el buhonero hay posibilidades aún de hacer política, de entenderse. Ambos son reflejos de una globalización accidentada, problematizada y hay que vivir la ciudad no como el sueño geométrico de Paris ni como la prosperidad galopante de Nueva York. Un gris pide todas las noches que nos dejemos de tantos delirios nuevorriquistas y aceptemos de una vez por todas que somos pobres y pelabolas. Quizá así podamos conseguir una manera de trascender al comandante de Sabaneta, sin negar la expectativa utópica que nació en 1999: la revalorización democrática de las mayorías, la integración social y la posibilidad de afrontar la pobreza.
VIII
Un gris no siente nostalgias institucionales. Por eso no le sorprende que funcione mal la Fiscalía o que la Contraloría sea un apéndice de Miraflores. Desde que se hizo adolescente, ninguna institución le ha hecho justicia. La única manera de sobrevivir durante los años 90 fue a punta de instintos y gestos de viveza: quien tenía plata que pagara y listo el chivo. De manera que aún, desde su más profunda condición de ni-ni, gris no puede avalar, en nombre del desastre institucional del presente, ningún intento de golpe de Estado, ni de huelgas petroleras que fueron inventadas para expulsar a un Presidente, aún a riesgo de que 18 mil gerentes estén hoy en la calle pelando bolas. Un gris entiende que esas ganas golpistas que todos llevamos por dentro empezaron a desatarse en 1989, con el estallido de febrero, cuando un país entero pedía algún tipo de orden, algún tipo de justicia.
IX
Un gris cree que todavía hay soluciones políticas, formas de mediar entre los polos. Un gris confía en la capacidad irrenunciable de dialogar, de ponerse en el lugar del otro para sacar partido. De buscar la fórmula para contarnos de una buena vez, a riesgo de que pierda o gane cualquiera. Un gris tiene como punto de partida para la acción política las elecciones (o las formas de referéndum), por eso no se anima a que los Ledezma, los Enrique Naime, los Narváez, sean las marionetas que animan la violencia frente a una cámara de televisión. Un gris cree que los obstáculos a la consulta electoral deben ser capitalizados políticamente y deben ser una invitación a fortalecer en el ámbito de lo público las respuestas de la gente. Porque un gris, y eso es lo que más le molesta a los escuálidos y de lo que se burlan los chavistas, sabe que sea como sea el país ni se quedará en el presente ni volverá atrás. Y que inevitablemente necesitamos tiempo para amalgamar una opción que escape a Chávez y a Ramos Allup, a Diosdado Cabello y a Salas Römer. Un gris sabe que la vida de un país es larga y que hay que trabajar para generar un horizonte de integración.
X
Un gris no se detiene. Aprendió de las calles duras de la ciudad a moverse, a estar siempre en tránsito. Por eso adora las camioneticas, la diversidad que se ve en el Metro y la barahúnda que se arma en la entrada del Sambil los fines de semana. Se siente cómodo en la multitud diversa, por eso no comprende bien cómo se pudo instrumentalizar la polarización. Hay una manera de pensar el éxito puro, absoluto, que tuvo Chávez en 1992 cuando salió en televisión. No dijo nada. Sólo hilvanó algunas palabras sin importancia. La eficacia del comandante hay que buscarla no en el ámbito semántico, sino en la gestualidad. En la fuerza que tiene la voz en estado de potencia antes de convertirse en acto político concreto. Ese es el dilema que siente gris cuando le piden decidirse. Considera que hay que volver una y otra vez sobre esa lección de la historia. Es decir, a la política de los gestos, a la potencia de la voz, a la idea de atraer a las mayorías diversas de la sociedad venezolana desde la simple y rudimentaria promesa de justicia largamente esperada. Eso obliga a asumir la utopía como centro de la política, y no tratarla con el desprecio que expresan algunos intelectuales para distanciarse de pobres y miserables (los únicos que aún se dejan embaucar por las ilusiones). Sin la articulación de una promesa de justicia y de inclusión, de una utopía plena, ninguno de los bandos hegemónicos y excluyentes se ganarán el apoyo masivo de los grises.
XI
Hay muchos que sospechan de un gris. Creen que por sus venas circula algún gen chavista porque no se aparece en las marchas de las mamifestantes y los papifestantes. Porque no arma cacerolazos en los restaurantes cuando aparecen los diputados oficialistas, ni saca del Poliedro a la hija del Presidente porque no se merece el espectáculo que todos estamos viendo. Un gris no se cae a patadas con un ministro en un avión y tampoco cree que los “cerebros de Súmate” van a resolver la ecuación del referéndum. Los chavistas, por el contrario, creen que un gris es un tipo medio cagao que no se atreve a enfrentar los intereses de los medios y los grandes capitales. Que no está a la altura de las circunstancias históricas. Que lleva en el alma una célula madre de origen escuálida-pequeño burguesa. Un gris, a estas alturas, desconfía de muchas palabras que se han endurecido en el vocabulario político. Cree que en especial hay una que se usa de manera temeraria. Esa palabra es mayoría. A pesar de que los polos hegemónicos se la han querido apropiar, como tantas otras, gris cree que no se conformará ninguna amplia mayoría hasta que la zona muda de las encuestas --los grises-- definan finalmente su destino político.
XII
Un gris no tiene problemas con que lo cuestionen ambos lados, porque siente que su tarea es para toda la vida. Gris no cree que el único vocabulario para hacer política social sea el resentimiento, ni tampoco cree que la única revolución posible, en medio de esta cuestionada globalización, sea la que se articula desde todos los relatos heroicos de emancipación que ha vivido (y sufrido) el país a lo largo de su historia. Un gris cree que tarde o temprano un discurso resentido, emancipador y conflictivo termina por ser inoperante, ineficiente y crea un hiato en la sociedad que margina a otros --grises y no-- que tenían la capacidad y el deseo de colaborar en un proyecto integrador. Un gris no cree en figuras que juegan a mimetizarse con la Fuerza Armada para controlar el poder, ni tampoco cree en generales de pacotilla que se dan a la tarea de dar un golpe maquillado. Un gris no se cala una cadena para oír insultos contra la gente, pero tampoco va con una canilla y un diablito a la Plaza Altamira para alimentar a Rosendo y compañía. Un gris no puede confiar en los Pedro Carreño o las Iris Valera (en la Asamblea se necesita gente más calificada). Pero tampoco puede tragarse la estrategia a lo Al Qaeda de la Coordinadora Democrática: células que se activan y desactivan para puntuales ruedas de prensa, para determinadas convocatorias a marcha, para ciertos llamados a huelga y a la violencia callejera, para ciertos gabinetes de Gobierno... Un gris jamás puede celebrar fechas en las que murieron venezolanos, ni puede pasar por alto eventos en los que estaba cantada de antemano la posibilidad de la guerra social.
XIII
Un gris sabe que el país desde hace tiempo es un océano de sobrevivientes. Cada uno en pequeñas balsas, manteniendo como puede su cuerpo en la superficie. ¿Cómo hacer política con tantos náufragos? ¿Con tantos tonos validados en los últimos años? ¿En qué medida podemos reconstituir un territorio simbólico en el que podamos inscribirnos todos? Hay un problema de formato en la ideología de los polos dominantes. Uno quiere uniformizar a la sociedad desde un núcleo de referencias único (la doctrina bolivariana y todos los gestos de la emancipación asociados a ella, desde Zamora hasta Cipriano Castro) y hacer de ese núcleo “agrarista” del siglo XIX la única estrategia de coexistencia política para el siglo XXI. El otro polo aún insiste en la “utopía blanca” del mercado, que imperó en los años 90. Por eso cree que debe reestructurarse el Estado y privatizarse PDVSA. Mientras uno piensa que la revolución debe acaparar el proceso de cambios, con Chávez a la cabeza, hasta el 2021, el otro polo quiere recuperar de un día para otro las ideas en crisis (a nivel mundial) de la sociedad privatizada. Un gris piensa que la única política para náufragos en este momento es la que puede construirse a partir de complicadas mixturas entre esos dos ejes. Por eso entiende que la turbulencia política no se acabará cuando salga el teniente coronel de Miraflores.
XIV
Habría que hacer un gran ejercicio para desmontar los núcleos duros del discurso de ambos bandos, quizá aprendiendo de la lección que diera Borges con su lectura del minotauro: a lo mejor el enemigo no es tan malo, no es tan bestia, y quizá lo que debemos hacer es preguntarnos por qué lo percibimos como monstruoso y terrorífico. Un gris piensa que hay que disolver la figura del minotauro sobre la mesa de negociación: ni el país marcha hacia el comunismo cubano, ni Estados Unidos espera la calma en Bagdad para salir con sus tropas a buscar armas de destrucción masiva en los bloques del 23 de Enero.
XV
Un gris, en tiempos polarizados, no reivindica el espíritu de Kafka y su cucaracha babosa a la que todo le resbala (La metamorfosis). Reivindica a Mr. Bartleby (Herman Melville), ese personaje que sólo habla para decir “preferiría no hacerlo”. Un gris entiende que una buena dosis de negatividad, una radical negatividad, ayuda a crear un vacío a la espera de una mejor respuesta. Que no se confundan los polarizados: un gris no tiene soluciones en el bolsillo, no tiene certidumbres preciosas. No tiene vanidad argumental. Un gris simplemente se abstiene de participar en la fiesta sangrienta de los radicalizados. Un gris, a estas alturas, sólo se jacta de no haber apoyado a la corte de bufones que tenemos en el exterior: los Carmona Estanga, los Carlos Ortega, los Carlos Fernández, los Juan Fernández (que van y vienen cuando quieren). Un gris se enfurece cada vez que los políticos se esconden cuando les dictan un auto de detención. Como un gris descree de esos titanismos que terminan en Miami (algunos de esos pequeños titanes dan clases a los gringos sobre el caudillismo latinoamericano), prefiere insistir en su radical negatividad. Sabe que no tiene muchas herramientas a la mano, por eso utiliza una y otra vez la única materia a su alcance, la materia gris. E intuye que el acto de descreer de los polos dominantes ayuda decisivamente a abrir las opciones políticas. Un gris sólo busca decirle a los que quieren repartirse el país: “preferiría no hacerlo”.
Barcelona, abril, 2004

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