Antipolítica y tentación autoritaria (I)
Está de moda en Venezuela acusar a toda política de antipolítica, y con ello se busca neutralizar cualquier posibilidad de formación y asociación social que vaya más allá (o más acá) de los intereses individuales. Uno de los debates más acuciantes, y que tiene que ver con el socialismo del siglo XXI, radica en no perder nunca de vista el valor que tiene la política en la construcción de las comunidades militantes, en el diálogo y la confrontación con los otros-adversarios.
En diferentes oportunidades, sobre todo con lo sucedido el 11-A, he tratado de establecer una diferencia entre lo que llamo la tentación autoritaria y el fascismo de facto. Aunque las fronteras pueden sonar ambiguas y precarias, ambas nociones me han servido para tratar de establecer algunas diferencias importantes en la evolución política del proceso venezolano. Para muchos que siguen tratando de ver el mundo en blanco o en negro, esta división molesta porque está articulada sobre presupuestos negativos. Sin embargo, y antes de que surjan nuevos malentendidos, quiero resumir rápidamente qué significan ambas categorías (me dedicaré en esta entrega a la tentación autoritaria).
Por tentación autoritaria entiendo todo proceso de politización en el que los individuos dejan de ser unidades múltiples y diversas y se dan a la tarea de construir, de manera comprometida, cuerpos sociales y comunidades políticas basadas en empatías racionales y emocionales que escapan a la lógica única del individuo, y en la que se trazan un determinado número de acciones y objetivos comunes. La política, en este caso, sería una especie de suplemento (ideologías, identificaciones emocionales, discursos, acciones) que busca la suma de una cantidad de individuos, y en la que se supedita la naturaleza absolutamente diversa de cada uno de éstos. Política sería homologable con totalidad, es decir, muchos valen más que uno.
Para ser realistas, como Spinoza, las multitudes son radicalmente ambiguas, es decir, una vez que se constituyen en comunidades políticas que buscan cambiar las coordenadas de la sociedad bajo aspiraciones de igualdad y justicia, también pueden devenir en máquina totalitaria bajo el servicio de intereses personales o concretos. Es decir, con las multitudes nunca se sabe, salen rana o salen sapos, y depende precisamente de la política (acción, contradicción, diálogo y asociación) que la rana no termine pareciéndose a un sapo.
En este sentido, sigue siendo pertinente pensar una y otra vez las diferencias entre el fascismo y el comunismo (en la Europa de los años 30) porque ambos movimientos surgen de determinados actos y discursos políticos que logran agrupar, sumar, identificar a los individuos en cuerpos sociales más amplios (gracias a una sofisticada e incalculable mezcla de contenidos ideológicos explícitos e inconcientes).
Cometeríamos un grave error si juzgamos a priori todo movimiento de politización social endilgándolo de protofascista (con lo cual borraríamos no sólo las mejores aspiraciones de la tradición política encarnada en Hannah Arendt, sino también las reflexiones que buscan producir un socialismo transformador y democrático para el siglo XXI).
En la radical ambigüedad que se produce con la politización de los hombres podemos seguir sosteniendo el espíritu libertario y democrático de determinados movimientos (en su capacidad para intervenir y transformar la realidad, que de eso va la política por cierto). Allí, en ese no-lugar entre las fuerzas que se asocian al cambio y las pulsiones totalitarias se debe producir el verdadero debate en la Venezuela por venir.
He asociado chavismo con tentación autoritaria. El chavismo es un movimiento político que está constantemente girando alrededor de la ambigüedad más radical de todas (e inevitable en todo proceso de cambios en el que participan multitudes) en la que las transformaciones suenan a veces a fascismo y el fascismo suena a profunda revolución (donde el cambio pasa por amenaza y la utopía por fanatismo). Por eso, me gustan tanto los análisis complejos que desde esta perspectiva han venido haciendo historiadoras como Margarita López Maya (en su discurso post-referéndum) o el Teodoro Petkoff del prólogo a la biografía sin uniforme de Chávez. En ambos casos, se insiste en valorar ese radical no-lugar que mantiene el chavismo (desde 1998 hasta ahora) y en esclarecer las posibilidades políticas que han surgido, precisamente, desde allí.
La tentación autoritaria no es antipolítica a per se. A pesar de que esa derecha reactiva que ha surgido en Venezuela en los últimos años a juzgado como antipolítico (de un trazo y sin que le tiemble el pulso) el proyecto político venezolano, es precisamente todo lo contrario: estos años han sido el lugar de la política por excelencia, con todas sus tentaciones, pues estamos hablando de hombres, no de robts ni de autómatas. Pareciera que todos lo que enjuician la política en Venezuela en nombre de la antipolítica, lo que quieren en el fondo es un país controlado a control remoto por partidos e instituciones que ya estaban muertos (la política en este caso deviene en policía, y quizá dirigida por los hilos invisibles de algún Dios o de algún experto). Pero de eso nos encargaremos en la siguiente entrega.
¿Cuál es el peligro de toda tentación autoritaria? ¿Qué hace que un proyecto político masivo y con pretensiones de emancipación devenga en maquinaria antipolítica y por ende en movimiento fascista? El filósofo francés Jacques Ranciere no lo ha podido explicar mejor con dos de sus categorías sobre las formas de la antipolítica en el mundo contemporáneo:
La arqueopolítica: todo intento comunitario que termina produciendo un espacio tradicional cerrado, homogéneo, orgánicamente estructurado, sin ningún vacío que permita la emergencia del acontecimiento-momento político (recuérdese con Arendt que la política y la libertad son asuntos que se dan única y exclusivamente entre hombres, por ende surgen de diálogos y confrontaciones). Aquí el desafío es evitar la tentación de que se suture el cuerpo social bajo un solo lema y un proyecto cerrado (partido, ejército y líder único), que no deja espacios para la disidencia, el antagonismo y la contradicción.
La metapolítica: Los marxistas clásicos afirman el conflicto concreto y sin reservas, pero lo postulan como un teatro de sombras en el que el decisivo lugar de la escena es otro. La verdadera lucha política está determinada por la lógica económica (la explotación y la estructura de acumulación de capital), de allí que cuando se estableció el socialismo real existente, se pensó que con el cambio estructural de la economía se acabarían las luchas, las contradicciones y los antagonismos sociales (primera versión de la sociedad única, por cierto). Con eso se intentó dar fin (de manera autoritaria) a las luchas concretas y políticas de los hombres.
En este sentido, como dice Fedric Jameson, el neoliberalismo y el marxismo ortodoxo tienen mucho en común: ambos ven en la economía el lugar que determina todo lo demás en la sociedad. Quizá por eso, han sido en la práctica los dos movimientos más antipolíticos que ha dado el siglo XX.
PD: Tanto el integrismo comunitario sin posibilidad de correlato con los otros (una comunidad reconciliada y cerrada en sus propias actividades, como un gueto), como el esencialismo marxista que habla de una sociedad reconciliada una vez que se logra cambiar la estructura económica, son los límites antipolíticos (la tentación de la que hablo) con los que se tropieza constantemente un movimiento popular en busca de emancipación y cambios. La política, en este sentido, radicaría en intervenir, en actuar para que esos procesos sociales traten de alcanzar objetivos sin eliminar a los contrarios, a los adversarios. El problema de fondo no son las fantasías ideológicas de un mundo único donde todos pensemos igual. El problema verdadero y real es que intente concretarse esta fantasía y se haga realidad tal como ha sido soñada. En definitiva, que el sapo termine tragándose a la rana.
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