Zona de conflicto

Venezuela, sociedad mediática y comunidad política. Antagonismos y atolladeros. Ciudad y utopía. Un espacio para cruzarse con los unos y con los otros...

2/27/2005

27-F, del venezolano jodedor al país traumatizado

foto:FRASSO/ABN

El acontecimiento-trauma que abrió en dos las maneras de asociarse en la ciudad apocalíptica. Acción, cortocircuito, reacción. Liberación y nuevas formas de comprender lo político. Si no tomamos en cuenta los hechos que ocurrieron durante esos días de febrero, no hay manera de entender los que hoy sucede en Venezuela

Héctor Bujanda

Cabrujas solía decir que el 27 de Febrero fue el día más venezolano que había vivido. Así como suena: le parecía el día que mejor resumía nuestro mapa genético. El gran cronista aseguraba por esos años que detrás de esa alegría de los hombres que cargaban intempestivamente reses al hombro en medio de avenidas y calles, de la algarabía de gente subiendo televisores y neveras por sinuosas y empinadas escaleras barrio adentro, no había ninguna actitud revolucionaria. Ninguna consigna ética que se usara de pata de cabra para levantar santamarías. Lo que había, decía, era la confirmación de un juego trágico. ¿Juego? ¿Se trataba realmente de un juego? La imagen que se le había quedado grabada a Cabrujas de esos hombres y de esas horas ardorosas era la de una portentosa sonrisa inmemorial, casi macondiana, que podía definirse como la del típico “venezolano jodedor”.

Para Cabrujas, lo esencial era que el tumulto y la sangre eran el producto abominable del espejo, que multiplica los malos ejemplos de nuestros dirigentes: “Si el presidente es un ladrón, yo también; si el Estado miente, yo también; si el poder en Venezuela es una cúpula de pendencieros, ¿qué ley impide que yo entre a la carnicería y me lleve media res?”, decía. ¿Por qué nos suena hoy un poco desaliñada esta perspectiva? ¿Por qué nos parece tan poca cosa ante las consecuencias que ha tenido esta fecha en el cambio del panorama político de los últimos 15 años? Si queremos darle una nueva lectura al trauma que marcó nuestros días (y los sigue marcando) debemos empezar por desmontar algunas de estas percepciones. Antes que todo, no se trataba simplemente de repetir como autómatas lo que otros, más poderosos, hacían en nuestra cara. No era sólo un perverso juego moral ante el espejo de nuestro desfalleciente Estado y de nuestras putrefactas castas políticas.

Habría que subrayar que el 27-F fue el gran fenómeno comunicacional de nuestra historia contemporánea. No sólo cambió el teatro de nuestro conflicto cotidiano, sino de manera decisiva los actores del drama, los escenarios de la política y el funcionamiento de nuestras maquinarias institucionales. Un gesto desmesurado, un gesto excesivo, imposible de racionalizar del todo, imposible de objetivar hasta sus últimas consecuencias, rompió todos los esquemas de comprensión política.

A esa fiesta masiva de los saqueos habría siempre que soldar la otra cara con que nuestra democracia representativa intentó responder ante la emergencia (la respuesta no fue política, sino militar). En este sentido, el 27-F fue también la aparición de una violencia cruel estatal nunca vista en el siglo XX: la suspensión de garantías, los miles de muertos, la represión y el abuso de poder democratizados...

¿Qué significa entonces el 27 de Febrero? Significa la radical disolución del tejido institucional de nuestra democracia representativa; la polarización socioeconómica, cuyas expresiones fundamentales se materializan en forma de desprecio y de resentimiento; y la reaparición y circulación de contenidos socio-culturales que se creían disecados en el diorama de la historia (las retóricas militaristas, nacionalistas, patrióticas). ¿No es el 27-F el verdadero y más radical cortocircuito entre la sociedad y el Estado?

Una de las lecturas más interesantes que habría que hacerle al 27 de febrero es, precisamente, la dimensión espectral de comunidad que se abrió a partir de ese momento, y que dividió radicalmente en dos las maneras de conducirse y asociarse en la ciudad apocalíptica: o cobrar la deuda histórica largamente diferida (las neveras subiendo cerro, las piezas de res sobre el hombro, es decir, lo que nunca me perteneció y puede ser ya mío), o escoger el atrincheramiento (y el miedo residencial) como fórmula para defender la disolución de la Ley.

La violencia que nos caracteriza, podría decirse, es la que se activa cuando los otros se introducen de manera intempestiva en nuestro espacio de fantasía (¿esta fantasía no es la de la democracia representativa, donde las diferencias y los conflictos se intentan dirigir a control remoto?). Ese día se derrumbó para siempre la idea de una ciudad virginal, uniforme para todos, en la que la violencia nunca llegaría a alcanzarnos.

Para Cabrujas no había nada revolucionario en esos hechos. Hoy día, sin embargo, habría que invertir la posición y decir que el gran acontecimiento revolucionario de nuestra época es precisamente ése. Desde entonces, el malestar rompió el dique para que se escucharan las muchas voces silenciadas por la exclusión histórica, y empezó a jugar un papel esencial en la reorganización de los imaginarios sociales.
Ante la fiebre amnésica que sufrimos desde hace mucho tiempo, como en Macondo, habría que pedirle a Adriana Azzi que nos leyera las cartas no del futuro, sino del pasado, a ver si terminamos de entender qué había realmente detrás de la sonrisa del “venezolano jodedor”, que tanto impactó a Cabrujas ese día.
PD: Este texto lo publicó el pana Cheo en el suplemento En Caracas. Una reflexión más larga la pueden encontrar en la revista Imagen en la nueva etapa, dirigida por Rubén Wisotzky.

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