No queda duda de que hay una tendencia mayoritaria en Venezuela a percibir que la única y gran batalla política es la de la elección presidencial, así que tanto unos como otros guardan sus energías para la lucha “final”, para la conquista o reconquista de Miraflores. El país, más que nunca, está atrapado en un fuerte sentimiento mesiánico. Todo pareciera depender de un solo hombre. El chavismo de su líder, y la oposición creando condiciones para, como dice Rafael Poleo, dar el zarpazo final al poder presidencial. ¿Es que acaso no se comprende en conjunto el mecanismo democrático? ¿Es que nadie quiere entender que el Parlamento es un espacio de poder indispensable para ejercer la pluralidad y dar la batalla política de los próximos cinco años? La sombra del presidencialismo nos acompaña de una manera casi obsesiva, y creemos que si se gana Miraflores, todo lo demás está garantizado.
El chavismo, por otro lado, parece no comprender masivamente lo que hay en juego en cada uno de estos rituales electorales, y no termina de dar una respuesta contundente en las urnas de su entusiasmo transformador y de su compromiso con las distintas instancias de representación política. Hay que decirlo: con todo y el desplante opositor, de la estrategia agua fiestas y todo lo demás, sigue pareciendo poco significativo que sólo 3 millones de votantes fueran a las urnas y que en Caracas, Zulia y Carabobo, la abstención general estuviera rondando el 80%. Eso significa, cuando menos, que algo no termina de funcionar entre el sentimiento chavista y su expresión electoral (¿los llamados de coacción hacia los empleados públicos de Iris Varela, no denotan que algo no fluye bien en realidad?). La débil respuesta electoral, con presiones o sin ellas, deja viva la discusión que la oposición impuso sobre la legitimidad y el Poder Electoral, y que sin duda marcará la agenda política de todo el 2006.
La “escasa” participación electoral también deja viva la discusión sobre la terrible estrategia de la oposición. 3 millones de votos no es un techo muy difícil de superar, después de las cifras que se manifestaron en el Referéndum 2004. Resulta entonces inconcebible haber descartado la batalla y haber dejado una profunda interrogante en puertas: ¿Si se hubiera participado, al menos no se tendría una representación opositora significativa y visible en el Parlamento? Lamentablemente, el suicidio electoral no permitió que apreciáramos la medición de fuerzas, y hacia allá apunta el verdadero objetivo opositor: ha ganado, por ahora, la incertidumbre, y con ello el fortalecimiento del fantasma mesiánico. La oposición espera, postrada, el milagro divino, espera la llegada del tan ansiado “mesías” que pueda vencer a Chávez.
No debemos engañarnos. Los que siguen considerando que el país está soldado a una opción, y que no hay nada que buscar políticamente, se equivocan de manera brutal. La gigantesca abstención lo que indica es que hay una fuerza inerte, una fuerza “invisible” marcada por la desconfianza, que está esperando otras formas de interpelación y de encantamiento político. La batalla que en Venezuela se sigue postergando es por la movilización de esos sectores que se han retirado paulatinamente de la contienda electoral, o que no comprenden suficientemente la importancia de lo que está en juego en cada elección. Y esto es para todos los bandos. Venezuela sigue siendo un país con un gran potencial para la maniobra política en democracia, y eso hay que demostrarlo con nuevos liderazgos y organizaciones que trabajen en todos los frentes y en todos los niveles de la sociedad.
Si para algo ha servido este ensayo tan inusual de elegir el Parlamento es, como dijimos, para corroborar lo profundamente mesiánico que nos hemos vuelto, cada uno esperando o defendiendo una única figura, tomando con absoluta indiferencia a todos los poderes que deben servir de interlocución social. Mantenemos esa actitud tan adversa de no tomar en cuenta que la única reconstrucción posible del Estado pasa por un verdadero fortalecimiento de las instancias de poder elegidas democráticamente. Lo demás es mesianismo, y aquí la diferencia sustancial entre unos y otros es que el chavismo consiguió desde hace años a su líder, y lo tiene en la cima del poder. La oposición simplemente sigue esperando, y esperando a que llegue el milagro. Miraflores es la meca, y todos miramos ciegamente hacia ella.
¿No es hora de asumir todos –sin distinción de clases, razas, modales e instrucciones– que no hay política en Venezuela sin una dosis fundamental de mesianismo? Quizá hemos subestimado por demasiado tiempo la idea de que un hombre encarne un proceso, un proyecto y unos objetivos políticos. ¿Este panorama marcado por la abstención no obliga a repensar, seriamente, la relación siempre espinosa que existe entre el mesianismo y la política? ¿No se trata siempre de que aparezca el hombre que nos mueva a seguirlo? ¿Y que pueda mover a una gente ensimismada, encerrada en su casa, atrapada en paranoias y desconfianzas, para que salga a votar y a defender unos ideales colectivos? Sin embargo, el problema de fondo de la actitud mesiánica -su aporía, como dicen- es que termina justificando cualquier salida, cualquier atajo, cualquier solución, por más rocambolesca y supersticiosa que parezca. El 2006 quedará atrapado, seguramente, en las dos caras de la moneda mesiánica.