Zona de conflicto

Venezuela, sociedad mediática y comunidad política. Antagonismos y atolladeros. Ciudad y utopía. Un espacio para cruzarse con los unos y con los otros...

5/11/2006

Los nuevos espacios de poder en Venezuela

La transfiguración de la comunicación

Esta es una versión “condensada” de un artículo que preparé para la Revista Comunicación sobre un tema que se ha hecho crónico en los últimos tiempos: la relación entre Estado y Comunicación, entre gobierno y medios, entre el poder central y los poderes privados. En sintonía con los textos anteriores, en los que celebro las nuevas formas de explorar la comunicación social (internet y experiencias comunitarias), este trabajo quiere combatir los maniqueísmos de siempre. Este texto también intenta ser una aproximación “in door” al nuevo espectro comunicacional que ha crecido en el país


En 1967 –hace casi 40 años– apareció en la calles de París un texto que buscaba radiografiar, de manera crítica, el comportamiento de la sociedad industrial, sus complejas tendencias y veloces mutaciones. El autor de este texto, Guy Debord, pasó a la historia del pensamiento contemporáneo no sólo porque en ese libro dibujó, con profunda lucidez, el comportamiento de la sociedad de mercado que se expandió, con opulencia, después de la II Guerra Mundial, sino más decisivamente porque sintetizó alrededor de una sola categoría teórica —la sociedad del espectáculo— la infinita variedad de reacomodos simbólicos que estaban ocurriendo con la consolidación de los medios audiovisuales, sobretodo de la televisión.

Este libro, titulado felizmente La sociedad del espectáculo, con los años se volvió un verdadero objeto de culto para la izquierda, e igualmente fue fuente de apasionadas lecturas para ciertos liberales de ojos abiertos y oídos desprejuiciados (cuando efectivamente los había en este mundo). El pensador francés fue el artífice intelectual de las grandes protestas del Mayo Francés, y líder de un movimiento político y artístico —el situacionismo— que pasó a la historia por una concepción radical de la vida y de la estética inherente a ella. Los situacionistas practicaban intervenciones urbanas, descentradas y periféricas, que tenían un tono descaradamente anarquista y subversivo. El arte tenía que convertirse en vida, y cada ser en una máquina estética y comunicacional, capaz de desafiar el orden espectacular dominante.

Debord fue uno de los pocos visionarios que pudo entrever no sólo el rotundo fracaso estalinista ante el crecimiento sostenido de la sociedad del espectáculo global (donde el ejercicio en red y el manejo de constelaciones mediáticas privadas, aparentemente no políticas, vencerían con facilidad a los aparatos verticales y centralizados de los comunistas), sino que también supo predecir que con la Caída del Muro de Berlín, el mundo unificaría las dos prácticas espectaculares dominantes, y los medios de comunicación fusionarían roles que antes estaban claramente separados: el mercado y la política, el espectáculo y el control, la red y la verticalidad, las prácticas blandas con las medidas policiales...

Debord fue un hombre de muy pocos libros y de teorías sostenidas por décadas. Escribió en 1988 sus Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, donde agrega una nueva condición al espectro de la sociedad global: la lógica del espectáculo integrado, en la que a falta de un Estado fuerte, los medios de comunicación se transforman en portentosas maquinarias políticas y espectaculares, en grandes fábricas de dominio y movilización. En la era del espectáculo integrado no resulta fácil distinguir los objetivos políticos y comerciales de los medios, ni tampoco deslindar su capacidad para promover el consumo y para dispensar una visión ideológica.

En la era del espectáculo integrado es difícil aislar las funciones únicas de un medio de comunicación (informar), y resulta imposible controlar las dinámicas mismas que adquiere una información cuando se irradia por diversos medios y tejidos audiovisuales. Es imposible controlar o centralizar las dinámicas de discusión pública. La matriz se construye, nos dice Debord, como una red de emisores sin centro visible, sin responsables precisos.

En definitiva, en la era del espectáculo integrado lo que importa es analizar la manera como ciertos temas, sucesos y acontecimientos se transforman en una agenda coherente de predicados políticos, y logra imponerse socialmente como un apremio, como una situación impostergable, como una urgencia que demanda nuestra acción y movilización inmediatas.

Estado débil, medios e instituciones
El filósofo italiano Giorgio Agamben ha hecho hincapié en la potencia que muestran los medios de comunicación para expropiar la capacidad social de la crítica, el diálogo y la discusión: titulares, testimonios, vocerías, avances noticiosos operan en avalancha con el ánimo fundamental de robarle la iniciativa al espectador, de suprimir la posibilidad del intercambio social de visiones, del ejercicio de la crítica y del distanciamiento. Vivimos enchufados directamente a hechos construidos, a relatos que se superponen, a versiones que se multiplican y hacen abrumadora nuestra experiencia cotidiana. La gran expropiación mediática, según Agamben, tiene que ver con el lenguaje de la ciudadanía: “Lo que impide la comunicación es la comunicabilidad misma; los hombres están separados por lo que los une. Los periodistas y mediócratas son el nuevo clero de esta alienación de la naturaleza lingüística del hombre”.

Lo que pone en crisis la lógica del espectáculo integrado es la construcción política de las instituciones sociales. Siempre será muy débil e insuficiente la respuesta de las instituciones ante las urgencias y demandas que desencadena la dinámica instantánea de los medios de comunicación. La lógica del espectáculo produce verdaderas crisis de Estado. Recuérdese que las instituciones, incluso en países menos burocráticos y menos críticos como el nuestro (en Suiza y en Noruega, por ejemplo), requieren de lógicas en buena medida centralizadas, de autoridades definidas y de metodologías precisas para ejercer sus funciones.

Esas formas de ejercer la gestión pública chocan descaradamente con las formas del espectáculo integrado, siempre más ágil, más rápido, más instantáneo para construir y destruir temáticas y agendas sociales específicas. No sin razón, los grandes conflictos políticos de la globalización parten de un cuestionamiento feroz a la lógica mediática, que tiene de su parte virtudes tan poderosas como la velocidad y la simultaneidad (y el uso político que a ellas se le puede asociar).

Lo que se encuentra como sustrato a estos nuevos conflictos de la globalización es que las verdaderas máquinas interpeladoras del poder (a la manera de Althusser) ya no son los Aparatos Ideológicos del Estado, sino los Aparatos Ideológicos de los Medios de Comunicación. La dualidad entre Estado y Comunicación se hace cada vez más precaria e imposible de sostener, abriendo el espacio social para múltiples y contradictorias redes de poder, donde abundan los agujeros y las prácticas espectaculares integradas. Aquí, a la manera de Foucault, el poder debe analizarse no por lo que se localiza, por lo que se intercambia o por lo que se obtiene: el poder simplemente se ejerce, y sólo existe en el acto mismo de su ejercicio en red.


Caso Venezuela: miedos y politización
El miedo tiene una función política central en la sociedad del caos, de las complejidades y de los derrumbes institucionales, y como dice Zygmaunt Bauman: hoy se capitaliza esta función en la búsqueda de una sociedad individualista y sitiada, que quiere vivir al margen de los acosos y de los conflictos callejeros, de las desigualdades y de las catástrofes cotidianas.

La gran mutación cultural que ha producido la disolución del Estado es sumamente radical. Después de la II Guerra Mundial, novelas como Gran Hermano (1949), de George Orwell, funcionaron como potentes metáforas del totalitarismo y sirvieron de lúcida radiografía del Estado cíclope, que todo lo vigila a través de cámaras y de una amplia red de confidentes y espías. Hoy, si se quiere, el miedo a ser vigilado por la Autoridad ha cambiado por la necesidad de vigilar, es decir, de espiar a los otros, de convertirse, cada quien, en el que dicta la Ley. El individuo sitiado, que desde su trinchera-casa observa y vigila a través de cámaras, de circuitos cerrados de seguridad y de canales de televisión por cable lo que acontece en el mundo exterior, es hoy una de las conductas más firmes de la sociedad sin Estado, de la sociedad caótica, de la sociedad en manos de la lógica del espectáculo integrado.

El miedo, tan instalado en nuestras vidas desde hace por lo menos 20 años, cumple hoy una de las funciones políticas más claras en los medios de comunicación social: cumple el rol de gran aglutinador social en medio de la fragmentación y del flujo de multitudes solitarias. No es nueva esta función, recuérdese que así fue potenciado el uso de los medios de comunicación audiovisuales —radio y cine— por los movimientos fascistas de los años 40. El miedo tiene un correlato demoledor: el enemigo. Y en la sociedad caótica, hay enemigos por todos lados.

Hay que ser enfáticos: la politización en sociedades como la nuestra, no es la culpable de que aparezcan nuevas manifestaciones del miedo, y por ende otros enemigos potenciales. El miedo es una sustancia, un magma que se amalgamó con la disolución del Estado, ocurrida a lo largo de los años 90. La politización vino a organizar, subjetivamente, la dialéctica feroz que circulaba espontáneamente por las calles del país. Esa dialéctica habla de aliados y enemigos, de ciudadanos seguros y extraños peligrosos, de cultos y bárbaros.

El poder de hoy, lo sabemos, se ejerce de manera distinta a la clásica visión del Estado cíclope. El poder es un flujo, una red de actos descentrados. Por ello hay que revisar seriamente los análisis maniqueos que insisten en oponer la tesis del Estado todopoderoso, que quiere asfixiar los espacios de comunicación plural, y una respetabilísima institucionalidad mediática, en manos del sector privado. Consenso y hegemonía son operaciones simbólicas que antes estaban en manos exclusivas del Estado y de sus instituciones políticas, y hoy esas categorías son de uso casi exclusivo de la lógica mediática integrada.

La lucha entre Estado y Medios, que se lleva a cabo en Venezuela, y que busca controlar y dividir espacios sociales, mantener el afecto de las masas y de los consumidores, es una lucha que debe recordarnos, como un síntoma de nuestra crisis, que en la sociedad del caos y de las instituciones disueltas, el poder circula sin ninguna responsabilidad social, nadie asume por él las consecuencias de sus actos. De manera que el intento por reestablecer la idea de un Estado fuerte, que busca controlar el espectro comunicacional, aunque parece una estrategia limitada y de pronóstico reservado, es la que ha abierto, efectivamente, el campo para luchas mediáticas que, en alguna medida, producen otras apropiaciones y otros paisajes sociosimbólicos.

El panorama mediático venezolano de hoy está marcado por varias estrategias y varios guiones que dan signos de una sociedad plural, confrontada por sus diferencias y con prácticas espectaculares e institucionales muy divergentes, cuestión que complejiza los análisis y los diagnósticos. Puede decirse que existe una gran confrontación entre lógicas integradas y lógicas concentradas, unas llevadas a cabo por los medios privados de comunicación y las otras por el Gobierno, que chocan constantemente en propósitos y objetivos políticos.

Unas —las integradas— hacen uso de todos los poderes posibles (políticos y espectaculares), y las otras —las concentradas— intentan controlar, fiscalizar e intimidar lo que en la práctica es imposible de limitar. Con las lógicas espectaculares funciona lo mismo que con el capitalismo (es el capitalismo duro y puro de hoy): cada obstáculo, cada intento de regulación y de control sirve como valiosa catapulta para crecer y para expandirse.

Sin embargo, lo que parece haber hecho frenar la expansión del “tradicional” poder mediático venezolano no es el Estado y sus leyes mordazas, es la politización progresiva y sostenida del espectador, es decir, su subjetivación, la manera de asumir lo que ve y cómo lo ve. En este sentido, ha aparecido en estos años un poder del usuario que se manifiesta en acto, que reclama, que denuncia, que lee y aprecia otros materiales. Que protesta y se moviliza...

El salto del espectador al productor

Signo positivo, sin duda. Asistimos, por la propia dinámica de la politización de los últimos años, a un nuevo paisaje mediático que incluye, al menos, dos constelaciones con inmenso poder de difusión (aunque aún, hay que decirlo, bastante desiguales). Tanto los medios opositores (Globovisión, RCTV, Venevisión) como los medios comprometidos con el Gobierno (VTV, Vale, ANTV) representan hoy dos universos, dos dinámicas que operan de manera independiente, canalizan afectos y acaparan temáticas en determinados sectores sociales. Esto mismo sucede en la radio, en la prensa y en los portales informativos de Internet.

Cada constelación mediática realiza su propia construcción de los hechos y colorea con sus intenciones las posibles reacciones colectivas antes los sucesos que ocurren diariamente. Hemos llegado al punto de que un solo tema de interés público recibe, al menos, dos apropiaciones fundamentalmente diferentes, como fue el caso de los asesinatos de los hermanos Faddoul. Esta es la tensión propia de nuestros días, que obliga al diseño de grandes operaciones mediáticas y a portentosos ejercicios de imaginación comunicacional. En este contexto, el control apenas sirve como herramienta de presión política.

¿Que papel debe jugar el ciudadano en este panorama de objetivos cruzados y de propósitos encubiertos? Realizar siempre una exhaustiva revisión y análisis de los datos y de los testimonios presentados. Prohibido entregarse a las agendas instantáneas y a los efectos televisivos. Más que nunca, si esto es aún posible, crear formas de distanciamiento, de discusión y diálogo frente a lo que aparece como inminente, y que nos insta a tomar posición inmediatamente.

El consejo más retador de Debord y de los situacionistas radica en que cada quien debe llegar a convertirse en una gran máquina comunicacional, capaz de ejercer por sí misma su propia lógica espectacular. Hay que pasar del rol del espectador pasivo al del productor mediático. Hay que pasar del individuo aislado al ciudadano interconectado en redes, gracias a empatías y solidaridades. Y como bien dicen en sus manifiestos los italianos del movimiento Telestreet, una red de televisoras comunitarias que creció a la sombra de la hegemonía de Berlusconi: “La televisión siempre es una mierda. Así que antes de verla, es preferible hacerla”.

¿Eso no es acaso lo que se viene gestando con los medios comunitarios? ¿No estamos, embrionariamente, asistiendo a la aparición de una nueva pluralidad comunicacional, al establecimiento de otros focos y otras redes de poder, esta vez independientes al Estado y a la esfera dominante de los medios de comunicación? ¿No estamos a las puertas de otras relaciones, de otras construcciones espectaculares de la realidad, que consolidarán nuevas tribus sociales? Lo menos que podemos hacer en estos tiempos es apostar por ello. Y seguir la conseja de Debord.

5/03/2006

Tres reflexiones más sobre el periodismo y su crisis
Hoy es el Día Mundial de la Libertad de Expresión. Muchos creen que ese concepto, en términos mediáticos, no existe. Otros piensan que ciertas estrategias de Estado vienen operando para cerrar espacios y amedrentar a los que practican el oficio de informar. Yo creo que ambas críticas, sin embargo, hablan de una crisis más honda: la de una profesión que se encuentra bastante limitada para comprender y registrar los complejos cambios sociopolíticos del mundo actual. La única manera de salvar al periodismo de su letargo, de su sesgo y de sus privilegios es sometiéndolo a una crítica radical. Terapia que pasa, por cierto, por saludar las nuevas expresiones sociales, los nuevos medios comunitarios y las nuevas maneras de juntarse en Internet


I
La encuesta que le respondí a Zinnia Martínez ha generado, entre colegas y amigos, más de una discusión. Algunos me han cuestionado por haber hecho una oda a la desaparición —por efecto de la socialización— de las herramientas y técnicas periodísticas. Yo, por el contrario, creo que la profunda crisis de este oficio hay que asumirla con todas las tildes que vengan al caso, si queremos sacar de ella alguna perspectiva novedosa para el periodismo por venir. El hecho de que este oficio malquerido tenga infinitas limitaciones para comprender la complejidad de estos días, que las instituciones que tradicionalmente lo amparaban y auspiciaban estén severamente cuestionadas —los medios— y que los roles de la democracia representativa estén francamente en retirada, no significa que el periodismo como ejercicio y tradición desaparecerá de la faz de la tierra.

Recuérdese que la crisis de los 50, en torno a la “mirada” del antropólogo y del etnólogo no conllevó la desaparición de estas disciplinas. Lo que trajo fue una progresiva fusión y enriquecimiento de técnicas, de miradas y de tradiciones. De subjetividades. La lección fundamental de la crisis sobre “el papel del observador”, que se vivió en aquella década, y que se parece en alguna medida a nuestra crisis del periodismo, es que tanto antropólogos como etnólogos aprendieron de la humildad, aprendieron a absorber las críticas y a comprender, sobretodo, que ellos no eran en ningún caso observadores privilegiados de nada, que su sólo título no los autorizaba a ninguna función social fundamental. Debemos aprender de la humildad y de otro concepto asociado, íntimamente, a la singularidad de cada quien, a su vocación y compromiso consigo mismo, como lo es la honestidad.


II
Honestidad no para decir lo que se ve, no para escribir lo que uno tiene ante los ojos. Cualquiera sabe que lo que se tiene ante los ojos es visto siempre de alguna manera. Algo se mira y algo se deja de mirar. Es decir, cuando un periodista asume que no es el único actor privilegiado para contar la realidad, entiende que tiene limitaciones para ver los acontecimientos, y que eso es lo que favorece las otras miradas, la pluralidad propia del mundo de la información. El sólo hecho de ser testigo de algo no te da crédito indefinido para contar el relato único de lo real. El realismo ingenuo ya no es sostenible.

Los periodistas tenemos visiones ideológicas, como el resto de los humanos, y eso significa tener un determinado campo de visión, un filtro específico que configura relatos, discursos, impresiones y noticias. ¿Cómo entra la honestidad en todo esto? Coño, en el ejercicio de ir contra uno mismo. La receta la ofreció hace unas décadas el psicoanálisis. Lacan, por ejemplo, produjo un cuerpo de observaciones y teorías, haciendo hincapié en que la única manera de acercarse a lo humano era, muchas veces, andando contra uno mismo, contra los prejuicios, contra las resistencias y contra los dogmatismos. Eso lleva a un rigor muy especial, a una manera de cotejar, de observar y de descentrarse que es muy particular. Quizá podamos iniciar el rescate del periodismo aceptando el hecho de que el periodista no es ningún privilegiado de nada, sino es ante todo un hombre que camina contra sí mismo, que se pone muchos obstáculos y toma muchas precauciones para poder contar lo que ve y, sobre todo, cómo lo ve.

III
Mi generación, que es la de la Caída del Muro de Berlín, se formó en el ambiente del periodismo único, es decir, las instituciones mediáticas eran una sola y el oficio no estaba atravesado por los antagonismos propios de las luchas ideológicas. Les recuerdo que nuestra experiencia sólo ha representado 15 años dentro de una larga tradición, la del periodismo, que desde su nacimiento, en el siglo XIX, estuvo marcada, sobredeterminada por las luchas ideológicas, por los cuestionamientos y las polarizaciones políticas. La anomalía, en términos históricos, la representamos nosotros, que pensamos que había reglas únicas y universales para la práctica del oficio. Hay que admitirlo: crecimos en esta profesión a la par de la visión ideológica de la globalización y de la universalización de los Derechos Humanos, como valores irreductibles, aquí y en Pekín.

Esta visión única en la que nos formamos se puede resumir de la siguiente manera: el periodismo cumple la función social de informar al ciudadano para que tenga más y mejores argumentos para su toma de decisiones... Pues esa visión es la que está, radicalmente, en crisis y, por ahora, no volverá nunca más. La democracia no es una sola y el campo social tampoco está unificado. Asistimos, sin darnos cuenta, a la reaparición de un ejercicio periodístico marcado por la asunción de cierto compromiso ideológico y político. No se asusten, eso significa, al menos, aceptar una limitación, aceptar que tú testimonio de la realidad, tú manera de construir la información tiene limitaciones y que éstas se inscriben en un cierto campo simbólico e ideológico. Eso sería admitir una fortaleza y una debilidad a la vez. Lo que hace irreductible a este oficio es el compromiso político de proyectar, socialmente, unas preocupaciones, unas advertencias y unas posiciones. Pero no son las únicas ni son para todos...

Es hora de que aceptemos que el aluvión de medios comunitarios, de expresioneas colectivas, de nuevas maneras de decir y juntarse en Internet son síntomas e indicios de que algo anda mal, muy mal, dentro del periodismo. Y que la mejor manera de garantizar pluralidad en tiempos de hegemonía y consenso mediático es abriendo el dique para que cada quien diga lo que piensa, lo que ve y lo que le preocupa. Asumir cierta subjetividad, cierta limitación, cierto compromiso político e ideológico ayudará, creo, a fundar las bases para el periodismo que desde ya se anuncia y que, sin duda, está por venir...



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