¿Socialismo del siglo XXI?
Después de las postales sobre la zona de conflicto global nos tocaba, inevitablemente, aterrizar en Venezuela y hablar de una propuesta que, en lo particular, me interesa y me motiva. El debate político tiene otro color y desde ahora marcará el ritmo del Gobierno y la Oposición. Trataremos de aportar en lo posible materiales e ideas al debate. Desde ya les digo que, para mí, construir el socialismo hoy significa aceptar el conflicto y el valor de la acción política como verdadero arte para intervenir y transformar la realidad, en función de la jusitica y la inclusión.
Me gusta el rumbo que está tomando el debate político en Venezuela. Creo que en muy poco tiempo la agenda nacional estará prácticamente abocada a un solo tema —si es que ya no lo está— y éste se convertirá en la columna vertebral de la campaña presidencial del 2006. Creo que Gobierno y Oposición intentarán sacarle todo el partido posible a su significado y a su viabilidad (bien sea afirmándolo o negándolo). Me refiero, desde luego, al tema del “socialismo del siglo XXI”. Saludo la propuesta por múltiples razones.
Lo que más me entusiasma es que la propuesta provenga del líder de un proyecto político que no en pocos momentos ha jugado a significativas ambigüedades (en el plano macroeconómico, en el retórico y también en el práctico), y que sea él quien quiera definir, precisamente, el cuadrilátero donde deberá ser juzgada la revolución bolivariana en los años que están por venir. Aparece finalmente el significante político o la marca simbólica que coloreará toda la acción y gestión del proyecto bolivariano —el socialismo del siglo XXI— y esto obligará a grandes reajustes ideológicos y a pugnas programáticas. Enhorabuena, porque sin conflicto nada avanza (ni la oposición ni el gobierno).
Me gusta también que nos planteemos la inmensa tarea histórica de construir ese socialismo, ese modelo político que logre hacer olvidar las tristes experiencias del pasado, y desmonte las amenazas que siempre suscita la sola pronunciación de su nombre. En lo particular, no le tengo miedo al tema. Nunca se lo he tenido. Crecí entre comunistas, por eso puedo decir que no es ni nuevo ni extraño para mí.
Desde que se cayeron las torres del World Trade Center, en 2001, el mundo cerró un ciclo a todos los niveles. Ese ciclo fue el de la utopía única del proyecto liberal de mercado, que se encargó de cerrarle el paso a cualquier alternativa política que no se basara en privatizaciones y consensos preestablecidos desde las altas cúpulas de la globalización (FMI, BM, OMC).
La ecuación que vivimos entre 1989 y 2001 es la siguiente: mientras más aceptábamos la luna de miel del multiculturalismo, del hedonismo y de la participación en Wall Street (que puede resumirse en el eslogan “los felices años 90”), las sociedades reales empezaban a vivir radicales desajustes, radicales injusticias y radicales formas de exclusión. También empezaban a articularse radicales formas de expresar las quejas y demandas sociales. Definitivamente tenía que surgir una opción ante expectativas utópicas alborotadas (demandas incondicionales). En América Latina, hay que admitirlo, el proceso comenzó antes de los ataques a las torres, con la llegada al poder de Hugo Chávez.
El socialismo es entonces ese término que después de estar 16 años en el congelador, comienza a rearticular su propia tradición, a repensar su potencia y a desempolvar sus usos y prácticas. Es, en este momento, la alternativa política secular ante la globalización de mercado y ante el modelo de democracia liberal y representativa (la otra alternativa es el fundamentalismo islámico y está marcado por la vuelta al integrismo y a lo religioso). La responsabilidad histórica es muy grande, antes de quedar empastelados como le pasó a la gente de la Tercera Vía (Anthony Giddens, Ulrick Beck), pioneros de una izquierda desabrida que aceptó las reglas sacrosantas del mercado global. Ahora que el mundo secular empieza a ser dos, y la cosa se torna apasionante, debemos pensar más que nunca las opciones.
Mi oposición al comunismo (la experiencia de Cuba, pero sobretodo la experiencia soviética) ya es un lugar común tanto para la derecha como para la izquierda planetaria: los esencialismos dogmáticos en el comunismo terminaron secuestrando el sentido de la política, y terminaron ahorcando la acción libre de los hombres. Es decir, aniquilando sin miramientos la figura del adversario y de la diferencia (que es estructural al hombre). Contra ese fondo negro del totalitarismo es que hay que pensar las opciones reales del socialismo del siglo XXI.
No es momento para hacernos los locos. Vale la pena comenzar por el principio: el socialismo como experiencia sistémica fue un desastre en general. El sistema (la forma estalinista de gobierno) traicionó expectativas utópicas y proyectos sociales que estaban marcados por un dinamismo y una libertad estimulantes (ejemplo: la efervescencia cultural durante la revolución rusa entre 1917 y 1921).
Si queremos pensar productivamente el tema, debemos aceptar que hubo en el "socialismo real existente" un profundo deslinde que hay que superar: ese hiato se dio entre la expectativa utópica de los sectores populares (sus demandas incondicionales) y la institucionalización posterior del poder, es decir, entre la erupción de las iniciativas sociales y la consolidación de un Estado disciplinario, que giraba alrededor de un partido, un ejército y un líder único.
Una buena parte de las ideas que desarrollo en este blog, y en otros trabajos que he escrito para otras publicaciones, giran alrededor de la necesidad de profundizar el debate y trabajar seriamente en darle sentido político a las necesidades y demandas sociales (individuales y comunitarias), vengan de donde vengan. Y que lo que está en juego no es propiamente el socialismo como marca utópica, como deseo de justicia e inclusión social. Lo que está en juego es cómo construir esa nueva sociedad sin aniquilar al Otro, sin arrasar al adversario y volver caricatura lo que en un principio fue potencia, energía y deseo de cambio.
Esto es simplemente un abreboca para decirles que iré colocando algunas ideas y paradojas que circulan por Europa sobre la posibilidad de construir el socialismo hoy. Sin embargo, me permito adelantar tres principios de acción que son para mí puntos de honor de ese socialismo del siglo XXI, del que cada quien ya está hablando (y se lo está apropiando, como debe ser).
1.-Construir la justicia sin uniformización. Eso significa romper con la idea dogmática de que para conseguir la igualdad en comunidad debemos suprimir al individuo. Recordemos que ambas entidades (individuo y comunidad) son irreductibles, ellas mismas generan su lógica política y sus contenidos ideológicos. Mientras más afirmamos una, más perdemos a la otra y viceversa. De manera que allí, en esa dicotomía básica, en esa tensión entre Individuo y Comunidad, debemos aceptar el juego y el debate político por venir.
2.-Construir la utopía de otro mundo posible sin sacrificar al adversario. La experiencia nos hace asegurar que uno de los peores efectos del marxismo fue haber concebido el socialismo como el último paso hacia el comunismo, hacia una sociedad edénica reconciliada y total, en la que no hay lucha de clases ni conflictos interpersonales. Pues esto no existe. Si queremos construir algo parecido a la utopía, hay que hacerlo ya, y en la contingencia misma que se nos presenta. El hombre es por naturaleza conflictivo y no hay nada, en ninguna parte, que nos indique lo contrario. Tanto en el capitalismo como en el socialismo, las líneas de conflicto siempre han estado presentes. Aquí hay que recordar que la mejor herramienta sigue siendo pensar la política en términos de una dialéctica hegeliana renovada. Sin hombres nuevos ni modelos moralizantes (y paralizantes). Se trata de hacer una praxis política desde la contingencia y desde ciertos universales concretos (democracia liberal, socialismo) que se reactualizan con la acción y la confrontación.
3.-Construir una institucionalización socialista sin perder la democracia. Es el hueco negro de toda la experiencia socialista anterior. Y también de todas esas estafas en nombre del socialismo que han surgido después de la Guerra Fría. Hay que salvar la dicotomía tremenda que existe entre el proyecto utópico y su praxis concreta dentro del Estado y las instituciones. Lo común que tienen el Socialismo Realmente Existente y la Tercera Vía es que han estado muy por debajo de las demandas de justicia e imaginación que exigía la sociedad en un momento dado. La verdadera tarea es pensar la institucionalización, es decir, el Estado, como una instancia capaz de representar el sentimiento de las mayorías, sin que secuestremos la dinámica de la política y suprimamos las tensiones hegemónicas (tensiones que hoy marchan hacia la construcción del estado bolivariano y que mañana pueden marchar hacia un proyecto liberal revitalizado, dependiendo de la dinámica y competencia política de cada bando).
1.-Construir la justicia sin uniformización. Eso significa romper con la idea dogmática de que para conseguir la igualdad en comunidad debemos suprimir al individuo. Recordemos que ambas entidades (individuo y comunidad) son irreductibles, ellas mismas generan su lógica política y sus contenidos ideológicos. Mientras más afirmamos una, más perdemos a la otra y viceversa. De manera que allí, en esa dicotomía básica, en esa tensión entre Individuo y Comunidad, debemos aceptar el juego y el debate político por venir.
2.-Construir la utopía de otro mundo posible sin sacrificar al adversario. La experiencia nos hace asegurar que uno de los peores efectos del marxismo fue haber concebido el socialismo como el último paso hacia el comunismo, hacia una sociedad edénica reconciliada y total, en la que no hay lucha de clases ni conflictos interpersonales. Pues esto no existe. Si queremos construir algo parecido a la utopía, hay que hacerlo ya, y en la contingencia misma que se nos presenta. El hombre es por naturaleza conflictivo y no hay nada, en ninguna parte, que nos indique lo contrario. Tanto en el capitalismo como en el socialismo, las líneas de conflicto siempre han estado presentes. Aquí hay que recordar que la mejor herramienta sigue siendo pensar la política en términos de una dialéctica hegeliana renovada. Sin hombres nuevos ni modelos moralizantes (y paralizantes). Se trata de hacer una praxis política desde la contingencia y desde ciertos universales concretos (democracia liberal, socialismo) que se reactualizan con la acción y la confrontación.
3.-Construir una institucionalización socialista sin perder la democracia. Es el hueco negro de toda la experiencia socialista anterior. Y también de todas esas estafas en nombre del socialismo que han surgido después de la Guerra Fría. Hay que salvar la dicotomía tremenda que existe entre el proyecto utópico y su praxis concreta dentro del Estado y las instituciones. Lo común que tienen el Socialismo Realmente Existente y la Tercera Vía es que han estado muy por debajo de las demandas de justicia e imaginación que exigía la sociedad en un momento dado. La verdadera tarea es pensar la institucionalización, es decir, el Estado, como una instancia capaz de representar el sentimiento de las mayorías, sin que secuestremos la dinámica de la política y suprimamos las tensiones hegemónicas (tensiones que hoy marchan hacia la construcción del estado bolivariano y que mañana pueden marchar hacia un proyecto liberal revitalizado, dependiendo de la dinámica y competencia política de cada bando).