Los resultados electorales se esperaban. Se esperaban incluso desde agosto, y muchas encuestas avalaron esos índices a lo largo de la campaña. De manera que no hay sorpresas. El escándalo del 3-D parece venir de otra vía: en términos porcentuales, los resultados no muestran lo que nominalmente significan al desnudo: hay una diferencia gigantesca, de tres millones de votos, entre el chavismo y la oposición. No hay un solo estado del país en el que la oposición haya siquiera ganado. En términos concretos, eso significa que, en apenas dos años, el chavismo le sacó otro millón de votos a la oposición. Incluso, el último bastión opositor en Caracas, la Plaza Altamira, fue tomada tempranamente ese día por sectores rojos, que rebautizaron el lugar a punta de cohetones y reagetton. Lejos de confirmar el clisé de que eran hordas bárbaras de Petare y el 23 de Enero, lo que había allí esa noche era el chavismo clase media que ha venido mostrándose progresivamente en la ciudad, y que organiza rumbas que se parecen más a las que se hacen en Las Mercedes cuando se corona el Magallanes, que a una fiesta popular. Mientras el chavismo humilde celebraba frente al balcón del pueblo, el chavismo de clase se robaba la Plaza Altamira por horas, demostrando que los adeptos al gobierno se consiguen transversalmente en todos los sectores sociales. Uno se pregunta con estos resultados: ¿cuál fue entonces el bando que terminó beneficiándose del desconocimiento de agosto de 2004 y de los posteriores efectos que dejó la abstención?
Podemos agregar que todo eso se produjo en un contexto electoral donde predominaban las ofertas abstractas, las arengas ideológicas y las utopías aparentemente liquidadas por el tiempo y el progreso. En verdad, estos resultados expresan un cisma dentro del campo del análisis y el diagnóstico: no hay demandas concretas sin cierta ideología, tampoco hay manera de deslindar lo que el chavismo ha venido construyendo de manera amalgamada como una verdadera potencia simbólica y material. Se equivocaron, nuevamente, quienes creían que la política es un hecho similar a una reunión de condominio, y que lo que importa es arreglar el ascensor, repintar los puestos del estacionamiento y pagar una cuota extra para redoblar la vigilancia del conjunto residencial. La política es mucho más que eso, y requiere de diversas intervenciones, simbólicas y materiales: la política es liderazgo, es ideología, es imaginarios, mitos, acciones y movilizaciones.
El fin de las simetrías
El primer efecto de estos resultados es demoledor: se ha producido una diferencia tal entre unos y otros, que no permitirá, en el corto y mediano plazo, seguir igualando a las dos fuerzas, tal como se venía haciendo en televisión. Se ha roto la simetría que imperaba mediáticamente entre el chavismo y la oposición. Ahora existe un país abiertamente mayoritario –en rojo– y otro minoritario –en azul–. En definitiva: hay un país de vencedores y otro de vencidos.
Se acabó la especie de que el país estaba taxativamente dividido en dos, y que más bien el chavismo estaba entrando en una larga decadencia. Se acabó eso de decir que las encuestas eran pura trampa, y que valía más la pena aferrarse a los vítores del concierto de Shakira y de las tribunas del estadio, que citar las investigaciones de Félix Seijas o de Datanálisis. Se dijo, incluso, en nombre de un círculo intelectual que defiende la trayectoria invalorable de Hannah Arendt, que las encuestas no estudiaban el factor miedo, es decir, no registraban la intimidación que ejerce el chavismo entre sus militantes y seguidores. En pocas palabras, se creó otro ardid para seguir diciendo que el chavismo necesita de grandes coacciones para movilizar a su gente. Si recuerdan bien, una especie parecida a la que inventó Ibsen Martínez en vísperas del referéndum revocatorio, y que elucubraba en las posibilidades de un supuesto voto oculto.
El 3-D permite cerrarle el paso a estas fábulas políticas: no había ningún voto oculto, y si lo había, estaba del lado de la oposición (el llamado cripto-chavismo). Lo esencial del asunto es que las evidencias no sólo estaban en las encuestas. También estaban en la calle, lo que sucede es que muy pocos hacen el ejercicio de contar a la ciudad desde todos sus extremos. La exclusión comienza allí, en el terreno simbólico, cuando una parte de la sociedad no cuenta a la otra, no la da por cierta, por viva. Y esa zona de la que no se habla, la que no se cuenta, la conocemos bien desde hace décadas: es la misma zona que las elites intelectuales, mediáticas y opináticas no han querido ver, e incluso la han negado reiteradamente.
Una de las enormes ganancias que he tenido en estos meses de vuelta al país, ha sido precisamente el hecho de que he conocido esa otra ciudad que hace ahora la política, e incluso impone sus imaginarios e idiosincrasias. Los hemos venido diciendo en este blog: aquí cambiaron los paradigmas de la política, y cuando eso ocurre, el que más puja por esos cambios, quien más los arenga y los propulsa, siempre lleva una ventaja. La clase pobre manda cada día más, y da orientaciones precisas para desarrollar una política acorde con sus expectativas y esperanzas.
La oposición, en ese sentido, ha ido a la retaguardia del proceso en estos años. Por un lado, reivindicando viejos valores de una democracia que se perdió hace décadas. Y por el otro, buscando apenas capitalizar los descontentos que deja la nueva política. Así, sin redimensionar su proyecto, sin reelaborar una esperanza duradera, sin articular una política que sea del interés de las mayorías más pobres, la oposición ha venido, cíclicamente, deslizándose poco a poco en un fatal descenso, al punto de que Chávez, desde 1998 hasta hoy, ha logrado ascender casi 9% a pesar de todos los golpes, paros, desconocimientos, corrupción, ineficacias y burocratismos varios que hemos vivido.
El campo de la política
Para los que sentían la ilusión de ganar el domingo, tiene que recordárseles que el liderazgo de Manuel Rosales apenas prendió motores a mitad de año. Y apenas fue entonces cuando se embarcó en una estrategia de contacto directo con sus electores, en barrios y caseríos. La instantánea pudo servir para analizar la dimensión de los descontentos, los límites de las políticas gubernamentales y la sonora deuda que tiene el país con los sectores populares. Pero apenas fue eso: una instantánea que, para consolidarse en el tiempo, requiere de un esfuerzo mucho mayor que salir en Globovisión o en RCTV todos los días. El descontento existe, pero hay que saberle dar forma organizativa, programática y con liderazgos específicos. Rosales hizo una campaña impecable, donde utilizó su potencial al máximo. Y el hecho de que haya llegado al final, y haya asumido la derrota con todos sus resultados, habla de un nuevo tiempo para la política venezolana, en el que ambos sectores, por fin, tienen que bailar en la misma pista de baile.
De manera que la paliza, la ventaja, o como quiera llamársele a este resultado, no es sólo un triunfo del chavismo. Tiene que ver, sobretodo, con la postura –valiente por demás– que asumió el liderazgo opositor. No es lo mismo sacar 7 millones de votos en Venezuela, que sacar 7 millones y que el adversario lo reconozca. De este modo, se empiezan a saldar las cuentas que vienen distorsionando sistemáticamente la acción política desde agosto de 2004. Eso se lo debemos a Rosales, a sus instintos políticos y a su intención de seguir capitalizando descontentos en medio del turbulento proceso de cambios. Lo ideal hubiera sido que esta derrota fuera asumida en agosto de 2004, y no dos años después. Ese retraso también impidió, a mi juicio, mayor vuelo a la campaña opositora, pues uno de los asuntos fundamentales es que el chavismo de calle -la gente, el pueblo- quiere que se le reconozca como nuevo protagonista de la política venezolana.
Lo que viene
Muchos dudan que la arenga sobre el socialismo del siglo XXI pueda haber influido masivamente en la elección. Hay que recordar que estos términos y estas palabras funcionan como significantes vacíos, que se llenan de contenido y aspiraciones concretas. Es decir, no responden a su propia historicidad, siempre son más contingentes de lo que se piensa. “Socialismo del siglo XXI”, al igual que “revolución bolivariana”, o “democracia participativa y protagónica” son significantes que hablan de un determinado deseo de justicia, de igualdad, de inclusión, de participación, de reivindicación. Llenan el espacio o el hueco de lo simbólico, y permiten abrir una alternativa, en este caso al mercado y sobretodo a la visión neoliberal que se tiene del mismo.
A esta amalgama ideológica-concreta que ha desarrollado el chavismo, hay que agregar dos estrategias que fueron sumamente importantes en la carrera electoral. Una de ellas tiene que ver con una política macroeconómica que le sigue dando ventajas a los que más poder adquisitivo tienen, por lo que el país se permeó de ganancias petroleras y mucha gente pudo comprar inmuebles, carros y hacer viajes al exterior, cosas que no se habían podido hacer en los últimos años. Y por otro lado, mostró en noviembre la capacidad que tiene para hacer obras públicas, con lo que terminó de convencer a los que dudaban de la eficiencia del oficialismo. De manera que una política para la clase media, y otra para los más pobres (metro, trenes), sumada a la voluntad de justicia e igualdad, terminó por conformar una estrategia electoral convincente y claramente victoriosa.
El 3-D, en este sentido, resume lo que viene apareciendo desde 1998 ininterrumpidamente: un país que promueve una nueva hegemonía, que vota sistemáticamente por la profundización de un cambio y de una nueva política, que gire alrededor de la justicia y de las reivindicaciones populares. ¿Qué ocurrirá ahora? En primer lugar, creo positivo que la oposición y el chavismo se reconozcan mutuamente en el rol que les corresponde desde agosto de 2004.
Eso significa que la oposición es un actor político sólido, que tiene un líder y defiende unas ideas que son contrarias al proceso hegemónico que se viene desarrollando. Esto obliga a pensar que el conflicto político continuará, aunque el tenor puede variar sensiblemente. Este año será un año de “reconciliación”, es decir, de cierta despolitización cotidiana, de cierta deshisterización y de ciertos esfuerzos por normalizar, al menos como plan inicial de gobierno, las relaciones entre ambos bandos. De esta “reconciliación” podría surgir, definitivamente, una hegemonía capaz de darle durabilidad al sentimiento de las mayorías. Una oportunidad más que necesaria para todos, dado que el país está enfrentando gruesas transformaciones que merecen un debate más vivo, más intenso, más profundo y plural, de todos los aspectos que nos conciernen como ciudadanos.
Así que la escena está servida para la política tal como la comprendemos. La oposición saldrá a la calle para defender lo que piensa y para organizar y darle cuerpo representativo a sus voluntades (a mí modo, debe exigirse una nueva Asamblea Nacional). El chavismo tendrá que mejorar su eficiencia, transformar el Estado y responder a las demandas de cambio de la sociedad venezolana. Lo tendrá que hacer, siempre, debatiendo con sus corrientes internas (que son muchas), y también con esa oposición más o menos irreductible que votó el 3-D. La precariedad es el signo fundamental de estos tiempos, en los que hay rotundas mayorías y consistentes minorías, pero todas atravesadas por intereses, visiones y diferencias que obligan a una acción política constante.
Si desde el 2002 hasta el 2006 fue el período de los excesos, de las acciones que contrariaban las normas y los acuerdos, de las salidas extra constitucionales y de los suicidios políticos, quiero pensar que esta etapa que comienza ahora será la etapa política por excelencia. Pero no se equivoquen: política aquí no significa armonizar a todo el país y liquidar el disenso. Por el contrario, política significa conflicto, debate, disenso, discusión y reacomodo de las identidades políticas y de sus respetivos territorios…
Feliz año...