Zona de conflicto

Venezuela, sociedad mediática y comunidad política. Antagonismos y atolladeros. Ciudad y utopía. Un espacio para cruzarse con los unos y con los otros...

7/27/2005

Antipolítica y fascismo de facto (II)
Esta nota (un poco larga, lo sé) corona una reflexión sobre las pulsiones antipolíticas y la necesidad de mirar bien por qué, efectivamente, la retórica es tan importante en el proceso de inclusión y por qué es el lugar decisivo donde se produce la política. La clase media aún no entiende esta lógica y percibe amenazas por todos lados. ¡Cuánto añora la época arqueológica del consenso político!
El efecto 11-A nos permite mantener, como dije en el texto anterior, esa precaria e inestable diferencia que se produce en el seno de las multitudes, y que logra distinguir en un momento dado cuáles fuerzas apuntan al cambio y cuáles buscan conservar un estatus determinado, congelar unas demandas o frenar un conflicto ominoso a sus intereses.

En esos ejes puede llegar a distinguirse, efectivamente, las sutiles diferencias entre una tentación autoritaria y un fascismo de facto. ¿Por qué el 11-A? El 11-A (y sus días subsiguientes) llevaron a la superficie de manera radical el choque de las dos multitudes en conflicto que han prosperado en Venezuela desde la llegada de Hugo Chávez.
Lo importante, lo que quiero destacar ahora es cómo una multitud, una masa apasionada, “movilizada”, invadió las calles y copó una tribuna mediática (la realidad y la escena virtual) no porque se jugaba ningún deseo o demanda incondicional de cambio y justicia, sino porque quería acabar de un trazo el juego político (la lucha por la hegemonía, la repartición en el sistema de gobierno, los puestos de mando, los representantes y actores de la sociedad).

Aquí la multitud se torna totalitaria porque su único motivo de acción, su única bandera consiste en arrasar al enemigo (no sólo en la práctica, con las persecuciones y las matanzas policiales, sino también con esa especie de fantasía biográfica en la que Chávez firmó o no una renuncia, o la quería firmar si lo dejaban irse al exterior).
La multitud movilizada del 11-A no estaba pidiendo a gritos el cambio y la transformación de un país, sino un arreglo desesperado, un arreglo de facto que colocara otra vez las cosas en sus sitio: dejara a cada parte en el lugar que le corresponde y que cada quien viva su vida como más le parezca (la fantasía, muchas veces llevada al extremo de nuestras élites intelectuales, de reclamar el derecho irrenunciable a ver televisión en sana paz). Es decir, reestablecer la paz hogareña y los paraísos de la vida privada.

¿De donde viene esta naturaleza antipolítica que nace de la necesidad de conservar algo, de restituir un orden, de mantener un espacio debidamente jerarquizado?(aunque lo sepamos suficientemente: no había ningún orden antes de la llegada de Chávez, el país era un colapso, un enfermo terminal que no daba señales de vida institucional).
Esa naturaleza antipolítica viene del único modelo que quedó vagando en los 90, como verdadera fantasía ideológica del mundo único y global, y que nutría el imaginario de la clase media: la democracia del consenso, de las partes que arreglan los conflictos de manera pacífica y sin que nadie tenga que dejar la sangre y las pasiones en el camino. Y ese consenso tiene dos pinzas para su alicate ideológico: la opinión pública (que administran los medios de comunicación, éstos construyen el lugar, ofrecen el actor y dan la palabra para el simulacro político) y el orden legislativo (los derechos, las leyes, la letra escrita que ampara mi lugar en la democracia).

La democracia del consenso (o parapolítica, como la llama Jacques Ranciere), en vez de abrir el espacio para la demanda incondicional de nuevos actores, de nuevos sectores sociales y populares, más bien funciona como alicate “policial”: hay unos políticos que representan mis intereses y que salen por los medios, y hay unas leyes que legitiman mi posición social (en términos de propiedad y de derechos privados). Eso ni se discute ni se negocia.

El gran desencadenante de la antipolítica después de la Caída del Muro de Berlín, y de la totalización del sistema liberal democrático en el mundo, es precisamente el modelo del consenso, porque para que éste funcione óptimamente se necesita que la sociedad tenga enteramente repartida sus funciones, sus roles y posiciones dentro del debate político.

Eso significa que nadie se quede fuera, que haya un lenguaje único para la política y unas reglas y convenciones específicas para el debate (¿suena bonito, no?). Y eso es precisamente lo que en Venezuela no existía. Lo que se había perdido mucho antes de Chávez era ese reparto organizado de los actores políticos (lo hubo hasta finales de los 70).

Lo que Chávez introduce, verdaderamente, es una forma de inclusión para que los sectores populares que no estaban en el marco del consenso político anterior (o como quiera que se le llame al simulacro que quedaba) hagan visibles sus demandas. Toda inclusión política es, por excelencia, de tipo retórica, tiene que ver más con la palabra que con la materialidad misma de la inclusión.
El gran análisis pendiente en la Venezuela de estos años es detectar las formas como se ha tratado de despachar el juego retórico (el juego político por excelencia) en nombre del significado exacto de las cosas (la forma antipolítica por definición, tanto en el marxismo como en el neoliberalismo).
Las palabras, en política, valen mucho más de lo que parecen y sirven para construir actores y adversarios que, en términos contables, a veces no existen (la categoría operativa de pueblo, por ejemplo). Pero una vez que se construyen, una vez que se les da marco para su expresión, se desata la palabra, el tono y la demanda de agentes colectivos (eso es lo que ha ocurrido, a grandes rasgos, en el proceso político venezolano). Toda revolución, todo cambio estructural, empieza por construir, precisamente, un escenario (la forma) para que el excluido y nuevo actor de la política hable.

La inclusión introduce un litigio, una confrontación y un conflicto de voz y lenguaje sobre la naturaleza misma de la tribuna y de la escena para el consenso. En Venezuela se llevó a cabo la Constituyente, y también, se hizo el esfuerzo por cambiar los nombres y cuerpos de la democracia (participativa, asamblea, etc).
El reproche a la disputa por el escenario y por las condiciones mismas del debate atañe a otra naturaleza asociada a la idea de la democracia del consenso: el papel del experto.
La otra creencia ciega del modelo parapolítico es la idea de que hay gente que sabe, hay gente que por saber tiene que tener un peso específico en las decisiones públicas, muy diferente al de los ignorantes, al de los iletrados, al de los menesterosos, y que por eso se le debe reconocer un puesto especial en el debate. Ese es uno de los efectos letales de la antipolítica, ya analizada por Jacques Lacan a finales de los años 60 como el terrible aparato legitimador del discurso universitario en las sociedades de Occidente.

La lección del 11-A, definitivamente, es que evidenció el cortocircuito de un país que entró en las nuevas reglas de la política, en las turbulentas y conflictivas formas de hacer política hoy (el país que reclamó incluso con su vida el restablecimiento del orden constitucional el 13-A), y el otro país que añora un modelo que formalmente ya fue arrasado y que en la práctica es imposible restituir.

¿Por qué la clase media es la víctima de estas pasiones antipolíticas? Porque ella es el nombre mismo, en el plano ideológico, del consenso, ella es un modelo de vida que no añora directamente ser dueña del país (burguesamente) pero tampoco quiere que la desacomoden y le quiten el único privilegio que tiene en sociedad: decidir qué es bueno y qué es malo para la nación (la hegemonía ética).
Ella se vende como una especie de phrónesis aristotélica (con el perdón de Aristóteles): no es del todo concupiscente, pero no quiere la barbarie. Ella quiere la inclusión de la pobreza pero de manera organizada, sin que se quiebre un plato. Ella quiere que el país sea justo y democrático, pero no está dispuesta a dejar la piel por ninguna conquista colectiva. Ella quiere sacar a Chávez, pero no quiere arriesgar nada de sus privilegios simbólicos. Ella es, en el fondo, el lugar en la sociedad en el que no se puede buscar el verdadero acto político, el acto que transforma y cambia el color y la luz de una sociedad.

Toda izquierda que quiera consolidarse en el siglo XXI, sea carnívora o vegetariana, tiene que comprender que en países radicalmente desiguales como Venezuela no hay nada como un centro progresista, como un centro revolucionario ni de vanguardia que surja de la clase media y de su doctrina del consenso.
Si queremos hacer política y avanzar de verdad, hay que aceptar el nuevo protagonismo de los sectores populares, y reconocer que allí están las verdaderas potencialidades de los actos políticos por venir.

7/19/2005

La izquierda, sea carnívora o vegetariana,
tiene que identificar a su enemigo
El tema del giro a la izquierda que ha dado Venezuela y las posibilidades de gobernabilidad que resultan de esto (evitar cualquier salida antipolítica) trajo como consecuencia una incipiente discusión con una blogera, Iria Puyosa, que vale la pena reproducir, porque aquí empiezan a perfilarse las dificultades políticas que tienen y tendrán los que reclaman para sí la potestad de una izquierda "ideal"
Esta fue mi última respuesta: Soy bastante optimista, Iria, con el proceso venezolano tal como ha sucedido, con todos sus bemoles y sus atolladeros. Pero admito que no tanto como tú: la clase media venezolana puede que tenga claro que el problema central a resolver es la pobreza y la exclusión (en teoría y enunciación), pero aún así no tiene ni idea de cómo se come eso, y sobre todo, que si se come, se coma lejos de sus residencias, de sus muros electrificados y vigilados, de sus parques temáticos a la doméstica, y si se quiere, que se lo anuncien bonito por televisión (como un larguísimo teletón).
La gran lección que nos ha dado este proceso es que toda inclusión debe comenzar con una apertura política (de voz, de lenguaje) y esa apertura y dignificación social ha sido percibida como traumática y turbulenta por los sectores que precisamente estaban acostumbrados a ver la política como una asociación de vecinos, como un campo controlado por representantes precisos (en la práctica se ha producido una verdadera lucha de lenguajes, apropiación de espacios públicos y sociales, demandas y tonos destemplados).
No puedo ser tan optimista con respecto a la clase media. Y diría más: toda fuerza de centro izquierda en Venezuela que quiera hacer valer hoy sus principios, a mí modo de ver, tiene que partir del hecho modesto de que por mucho tiempo estuvo desvinculada radicalmente de los sectores excluidos por la política (fuera del campo, del sitio exacto donde éstos se encuentran) y es ahora, finalmente, que con los textos de Petkoff se le reconoce a algunas misiones sociales la efectividad que nos habíamos negado a reconocer con tanto ahínco. Yo te digo, a estas alturas prefiero tratar con una izquierda borbónica que con una derecha golpista, que en dos años se dio a la tarea de casi destruir al país con tal de salir de ese hombre al que Petkoff, también, le ha tenido que reconocer un liderazgo vigoroso que nadie en Venezuela puede ostentar hoy.
Estos años nos han servido de mucho, sí, sobretodo para poder identificar cuál es el verdadero enemigo de la justicia y la inclusión social (cuál es el enemigo de toda izquierda, sea la carnívora o la vegetariana). Te lo digo yo, que comencé hace más de un año con una posición radicalmente intermedia, tratando de construir simbólicamente el centro y recibí a cambio de los opositores los desprecios más tremendos y la apatía más resuelta a discutir a fondo los temas urgentes. No me queda duda: una izquierda de centro, una izquierda democrática, como le llamas, debe empezar por reconocer claramente cuál es su verdadero enemigo, si los retóricos a la borbónica, o los que efectivamente con sus actos construyeron la antipolítica y animaron el fascismo más crudo y cínico.
Dice Puyosa: Mi impresión es que "la dialéctica amigo-enemigo" fue propiciada no sólo por la minúscula derecha venezolana sino por el ala extremista del chavismo. Ese sector extremista del chavismo pareciera ser el que más se ha beneficiado con la demonización del disenso político. Mi impresión es que el chavismo duro alimentó a esa oposición de derecha porque le convenía la confrontación blanco/negro. La oposición de centro-izquierda siempre ha estado allí, aunque el chavismo la haya negado.
Con el derrumbe del golpismo, al chavismo no le queda más que reconocer que existe una oposición democrática, que podríamos llamar de centro-izquierda. Y que el canto de propaganda anti-facista está agotado. También se ha agotado el canto de la anti-política, pregonado por igual por los mismos dos sectores. Sobre todo porque la gente ya se dio cuenta de que políticos no son sólo los adecos y los copeyanos de la vieja guardia, también son políticos los dirigentes del chavismo.
Creo que la clase media venezolana hace bastante rato que sabe que el principal problema del país es la pobreza. Los dirigentes son los que se niegan a enfrentar ese problema, prefiriendo escapar de sus responsabilidades con las cantaletas del fantasma del fidelismo y el fantasma del imperialismo. La clase media hace rato que está harta de eso. Empleo, educación, calles limpias y desmarginalización es lo que tiene rato pidiendo la clase media. No golpes de estado, ni brigadas populares de reservistas.
Mi primera respuesta: Para serte sincero, veo signos interesantes por todos lados para la contienda electoral del 2006. El hecho de que se abra un debate intenso sobre el ritmo, la velocidad y la retórica del proyecto de izquierda que gobierna en Venezuela, es para mí importantísimo. Ese debate, esa discusión de factores y visiones diversas que coinciden en líneas fundamentales (la exclusión y la pobreza, la democratización y la justicia) le interesa tanto al chavismo como a cierta oposición con sentimiento centrista, porque está visto que a pesar de que la dialéctica dura entre amigo-enemigo que imperó entre 2002 y 2004 ha hecho crecer y profundizar el proyecto de Chávez, aún falta que se logre crear una plataforma de gobernabilidad más o menos duradera. Es decir, crear un consenso básico con fuerzas que no anden a la espera de atajos y saltos golpistas. En este sentido, veo de manera alentadora que pueda surgir una opción de centro que capitalice las pulsiones antipolíticas de la derecha y logre ampliar el espectro y los matices dentro de las fuerzas del cambio. Si el debate se da, si logra percibirse en la clase media que el problema central del país es la pobreza y la exclusión, tendremos un escenario político para después del 2006 menos polarizado y más concentrado en metas esenciales y transformadoras.
Primer comentario de la Puyosa: Tienes razón al apuntar que la agenda política venezolana está dando un giro hacia la izquierda. Creo que si seguimos por esa vía van a ocurrir varios fenómenos interesantes. Por una parte, se van a revelar las contradicciones en la base de poder del chavismo que hasta ahora han sido maquilladas con la retórica del bolivarianismo y las prácticas del populismo. Por otra parte, podría tomar fuerza una oposición de izquierda democrática, que hasta ahora no ha ocupado las primeras planas (excepto las de Tal Cual, por supuesto), que tiene claro que el problema a resolver es la exclusión y la pobreza.

7/11/2005

Antipolítica y tentación autoritaria (I)

Está de moda en Venezuela acusar a toda política de antipolítica, y con ello se busca neutralizar cualquier posibilidad de formación y asociación social que vaya más allá (o más acá) de los intereses individuales. Uno de los debates más acuciantes, y que tiene que ver con el socialismo del siglo XXI, radica en no perder nunca de vista el valor que tiene la política en la construcción de las comunidades militantes, en el diálogo y la confrontación con los otros-adversarios.
En diferentes oportunidades, sobre todo con lo sucedido el 11-A, he tratado de establecer una diferencia entre lo que llamo la tentación autoritaria y el fascismo de facto. Aunque las fronteras pueden sonar ambiguas y precarias, ambas nociones me han servido para tratar de establecer algunas diferencias importantes en la evolución política del proceso venezolano. Para muchos que siguen tratando de ver el mundo en blanco o en negro, esta división molesta porque está articulada sobre presupuestos negativos. Sin embargo, y antes de que surjan nuevos malentendidos, quiero resumir rápidamente qué significan ambas categorías (me dedicaré en esta entrega a la tentación autoritaria).

Por tentación autoritaria entiendo todo proceso de politización en el que los individuos dejan de ser unidades múltiples y diversas y se dan a la tarea de construir, de manera comprometida, cuerpos sociales y comunidades políticas basadas en empatías racionales y emocionales que escapan a la lógica única del individuo, y en la que se trazan un determinado número de acciones y objetivos comunes. La política, en este caso, sería una especie de suplemento (ideologías, identificaciones emocionales, discursos, acciones) que busca la suma de una cantidad de individuos, y en la que se supedita la naturaleza absolutamente diversa de cada uno de éstos. Política sería homologable con totalidad, es decir, muchos valen más que uno.

Para ser realistas, como Spinoza, las multitudes son radicalmente ambiguas, es decir, una vez que se constituyen en comunidades políticas que buscan cambiar las coordenadas de la sociedad bajo aspiraciones de igualdad y justicia, también pueden devenir en máquina totalitaria bajo el servicio de intereses personales o concretos. Es decir, con las multitudes nunca se sabe, salen rana o salen sapos, y depende precisamente de la política (acción, contradicción, diálogo y asociación) que la rana no termine pareciéndose a un sapo.

En este sentido, sigue siendo pertinente pensar una y otra vez las diferencias entre el fascismo y el comunismo (en la Europa de los años 30) porque ambos movimientos surgen de determinados actos y discursos políticos que logran agrupar, sumar, identificar a los individuos en cuerpos sociales más amplios (gracias a una sofisticada e incalculable mezcla de contenidos ideológicos explícitos e inconcientes).

Cometeríamos un grave error si juzgamos a priori todo movimiento de politización social endilgándolo de protofascista (con lo cual borraríamos no sólo las mejores aspiraciones de la tradición política encarnada en Hannah Arendt, sino también las reflexiones que buscan producir un socialismo transformador y democrático para el siglo XXI).

En la radical ambigüedad que se produce con la politización de los hombres podemos seguir sosteniendo el espíritu libertario y democrático de determinados movimientos (en su capacidad para intervenir y transformar la realidad, que de eso va la política por cierto). Allí, en ese no-lugar entre las fuerzas que se asocian al cambio y las pulsiones totalitarias se debe producir el verdadero debate en la Venezuela por venir.

He asociado chavismo con tentación autoritaria. El chavismo es un movimiento político que está constantemente girando alrededor de la ambigüedad más radical de todas (e inevitable en todo proceso de cambios en el que participan multitudes) en la que las transformaciones suenan a veces a fascismo y el fascismo suena a profunda revolución (donde el cambio pasa por amenaza y la utopía por fanatismo). Por eso, me gustan tanto los análisis complejos que desde esta perspectiva han venido haciendo historiadoras como Margarita López Maya (en su discurso post-referéndum) o el Teodoro Petkoff del prólogo a la biografía sin uniforme de Chávez. En ambos casos, se insiste en valorar ese radical no-lugar que mantiene el chavismo (desde 1998 hasta ahora) y en esclarecer las posibilidades políticas que han surgido, precisamente, desde allí.
La tentación autoritaria no es antipolítica a per se. A pesar de que esa derecha reactiva que ha surgido en Venezuela en los últimos años a juzgado como antipolítico (de un trazo y sin que le tiemble el pulso) el proyecto político venezolano, es precisamente todo lo contrario: estos años han sido el lugar de la política por excelencia, con todas sus tentaciones, pues estamos hablando de hombres, no de robts ni de autómatas. Pareciera que todos lo que enjuician la política en Venezuela en nombre de la antipolítica, lo que quieren en el fondo es un país controlado a control remoto por partidos e instituciones que ya estaban muertos (la política en este caso deviene en policía, y quizá dirigida por los hilos invisibles de algún Dios o de algún experto). Pero de eso nos encargaremos en la siguiente entrega.

¿Cuál es el peligro de toda tentación autoritaria? ¿Qué hace que un proyecto político masivo y con pretensiones de emancipación devenga en maquinaria antipolítica y por ende en movimiento fascista? El filósofo francés Jacques Ranciere no lo ha podido explicar mejor con dos de sus categorías sobre las formas de la antipolítica en el mundo contemporáneo:

La arqueopolítica: todo intento comunitario que termina produciendo un espacio tradicional cerrado, homogéneo, orgánicamente estructurado, sin ningún vacío que permita la emergencia del acontecimiento-momento político (recuérdese con Arendt que la política y la libertad son asuntos que se dan única y exclusivamente entre hombres, por ende surgen de diálogos y confrontaciones). Aquí el desafío es evitar la tentación de que se suture el cuerpo social bajo un solo lema y un proyecto cerrado (partido, ejército y líder único), que no deja espacios para la disidencia, el antagonismo y la contradicción.

La metapolítica: Los marxistas clásicos afirman el conflicto concreto y sin reservas, pero lo postulan como un teatro de sombras en el que el decisivo lugar de la escena es otro. La verdadera lucha política está determinada por la lógica económica (la explotación y la estructura de acumulación de capital), de allí que cuando se estableció el socialismo real existente, se pensó que con el cambio estructural de la economía se acabarían las luchas, las contradicciones y los antagonismos sociales (primera versión de la sociedad única, por cierto). Con eso se intentó dar fin (de manera autoritaria) a las luchas concretas y políticas de los hombres.
En este sentido, como dice Fedric Jameson, el neoliberalismo y el marxismo ortodoxo tienen mucho en común: ambos ven en la economía el lugar que determina todo lo demás en la sociedad. Quizá por eso, han sido en la práctica los dos movimientos más antipolíticos que ha dado el siglo XX.
PD: Tanto el integrismo comunitario sin posibilidad de correlato con los otros (una comunidad reconciliada y cerrada en sus propias actividades, como un gueto), como el esencialismo marxista que habla de una sociedad reconciliada una vez que se logra cambiar la estructura económica, son los límites antipolíticos (la tentación de la que hablo) con los que se tropieza constantemente un movimiento popular en busca de emancipación y cambios. La política, en este sentido, radicaría en intervenir, en actuar para que esos procesos sociales traten de alcanzar objetivos sin eliminar a los contrarios, a los adversarios. El problema de fondo no son las fantasías ideológicas de un mundo único donde todos pensemos igual. El problema verdadero y real es que intente concretarse esta fantasía y se haga realidad tal como ha sido soñada. En definitiva, que el sapo termine tragándose a la rana.

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